Lily.
Oh Dios mío.
Él dijo querías ir.
Estoy tan muerta.
—¿Dónde…? —Roberto pregunta, acercándose lentamente—. ¿Dónde están sus cosas?
Aprieto la boca y me niego a responderle. Clavo mis ojos en los suyos y no le doy una señal de lo asustada que me siento. Mis rodillas están temblando, y cruzo con fuerza mis brazos para evitar que vea que les pasa lo mismo.
Pero él se da cuenta. Lo sé por la manera en la que el deleite brilla en su expresión. Creo que nunca ha lucido más aterrador. Más despiadado.
Sin embargo, el miedo que sentí al entrar no es nada comparado al que siento cuando observo cómo él se lleva una mano al pecho, y de entre su chaqueta negra saca una pistola. Su mano blanca parece vulgar a su contacto… pero también parece estar sonriéndome. La apunta hacia Nicole.
—¿Dónde están sus cosas? —su voz es suave y tranquila, pero la locura está presente en sus ojos.
—En mi closet —respondo, y me sorprendo un poco al percatarme de que hablo sin una pizca de terror—. Al fondo.
Él me hace una seña con su cabeza, indicándome lo que debo hacer. Nicole me lanza una mirada de súplica y yo me clavo en mi lugar. Roberto está seriamente loco si piensa que lo voy a dejar a solas con mi hermana.
Mi decisión debe ser evidente en mi cara, porque de inmediato me lanza una sonrisa y le quita el seguro a la pistola.
El corazón se me detiene por un segundo, pero veo su vacilación. Él nunca le dispararía a mi hermana. Eso renueva mi convicción y me quedo tiesa sin atreverme a mover uno solo de mis cabellos. Roberto suspira, como si estuviera realmente harto de mi actitud, y como quien no quiere la cosa se acerca hasta pararse frente a mí. La pistola en su mano se eleva como si tuviera un imán, pegándose a mi frente con un toque que apenas y puedo escuchar.
Él no le dispararía a Nicole, pero yo soy un asunto absolutamente diferente.
Estoy tan ocupada tratando de comunicarme con mi hermana e indicarle que en cuanto lo tenga distraído huya, que el golpe me toma por completa sorpresa. Un segundo estoy taladrando a Nicole con la mirada, y al siguiente Roberto me está volteando la cara con el borde de la pistola. Mi nariz truena y por el horrible sonido que hace sé que acaba de romperse. La sangre fluye hasta chorrear en mi playera, pero él no me da tiempo de tratar de detenerlo al repetir el movimiento pero del lado contrario. La visión me estalla y por un momento casi dejo salir un grito.
Pero lo detengo.
No pienso dejar qué él vea lo mucho me que duele. Lo mucho que está lastimándome.
Esta vez ni siquiera intento detener el sangrado. Simplemente dejo que escurra y empape mi playera. Mi hermana se ha puesto de pie y está a punto de lanzarse encima de nuestro tío, pero antes de que encuentre las agallas para poder hacerlo él la mira y le sonríe con afecto.
—Trae sus cosas —ordena—. O le disparo aquí mismo.
Ella sabe que él no está bromeando.
Casi imperceptiblemente asiento y solo así ella se pone en marcha.
Roberto clava su mirada en mí y sus ojos azules se oscurecen de una forma que me hace querer desaparecer—. Mira lo que me obligaste a hacer.
Mi temperamento despierta de golpe, y sé muy bien lo que estoy haciendo cuando hablo—. Yo no te obligué a nada —respondo, tranquila y pacientemente—. Te limitas a hacer lo que siempre haces cuando te das cuenta de lo despreciable que eres, cobarde.
Roberto se echa a reír a carcajada viva, y yo no puedo hacer más que tensarme esperando el ataque de furia que viene—. ¿De verdad quieres que nos pongamos hablar de personas despreciables?
Antes de que pueda mandarlo a la mierda mi hermana aparece arrastrando nuestra maleta. Es roja y está tan vieja que parece oxidada. Roberto la mira fijamente, y sin esperar a que me ponga a insultarlo me empuja y apuntándome con la pistola me obliga a arrodillarme.
—Ábrela y muéstrame —exige.
Nicole está tan pálida que parece un fantasma, y yo ciertamente no puedo esperar que mi cara tenga un mejor color. Ella se queda allí, pegada al piso y mirando lo que hago.
Hago lo que me dice solamente porque mi instinto me lo está rugiendo en mi cabeza, pero también porque todavía me queda una carta bajo la manga. Cualquiera diría que la última vez no aprendí mi lección, pero lo cierto es que sí que lo hice.
Aquella vez no tenía un plan de repuesto.