La semana había transcurrido ya. El sábado llovió. Una lluvia suave, una llovizna, que a veces dejaba de caer. Una de esas veces, Gudrun y Úrsula salieron a dar un paseo hacia Willey Water. La atmósfera estaba gris y translúcida, los pájaros cantaban con voz aguda en las jóvenes ramas y la tierra adquiría la vida y la lozanía del verdor. Las dos muchachas caminaban a paso vivo, alegremente, estimuladas por el suave y sutil airecillo matutino que corría por entre los mojados avellanos. Junto a la carretera, los endrinos estaban en flor, blanca y húmeda, y sus menudos granos de ámbar ardían suavemente entre el blanco humo de las flores. Las ramas de tono morado eran oscuramente luminosas en el aire gris, los altos setos resplandecían cual sombras vivas, más y más cercanos, como si se incorporaran a la creación. La mañana rebosaba nueva creación. Cuando las dos hermanas llegaron a Willey Water, el lago se extendía gris, como un espejismo, llegando hasta el húmedo y translúcido paisaje formado por los árboles y el prado. De la carretera abajo llegaba el bello sonido eléctrico de los cables sostenidos por los postes, los pájaros se lanzaban agudos gritos los unos a los otros, y el agua lamía misteriosamente la orilla del lago. Las dos muchachas avanzaban deprisa. Ante ellas, en un ángulo del lago, cerca de la carretera, se alzaba la caseta del embarcadero, cubierta de musgo, bajo las ramas de un nogal, y en la corta pasarela del embarcadero estaba amarrada una barca, que se balanceaba como una sombra sobre el agua gris, bajo los maderos verdosos, medio podridos. Las sombras anunciadoras del verano lo invadían todo. De repente, de la caseta salió corriendo una blanca figura que, en su brusco y rápido tránsito por la pasarela del embarcadero, sobresaltó a las dos hermanas. La figura saltó, trazando un blanco arco en el aire. Hubo una explosión de agua, y luego, entre las suaves ondas, el nadador avanzó hacia los espacios libres, como un centro de movimiento levemente jadeante. Tenía para sí todo aquel otro mundo, húmedo y remoto. Podía moverse en la pura transparencia del agua gris e increada. Gudrun, en pie junto al muro de piedra, observaba al nadador. En voz baja, animada por el deseo, dijo: —¡Cómo le envidio! Úrsula se estremeció: —¡Uf! ¡Con lo fría que debe de estar! —Sí, pero ha de ser muy bonito nadar ahí, en el centro del lago…
Las dos hermanas contemplaron al nadador, mientras éste se alejaba más y más en el gris y pleno espacio del agua, a la que daba el latido de su leve movimiento invasor, bajo la bóveda de la niebla y el bosque oscuro. Mirando a Úrsula, Gudrun preguntó: —¿No te gustaría estar en su lugar? —Quizá. Pero no sé… Ha de estar fría… Gudrun, con desgana, dijo: —No. Y se quedó mirando, fascinada, aquel movimiento en el seno del agua. El nadador, después de haber recorrido cierta distancia, había dado media vuelta sobre sí mismo y nadaba de espaldas, mirando a lo largo de la superficie del agua a las dos muchachas junto al muro. A través de la leve imprecisión producida por los movimientos del nadador, las dos hermanas podían ver su rostro, colorado, y podían sentir que él las estaba mirando. Úrsula dijo: —Es Gerald Crich. Gudrun replicó: —Ya lo sabía. Y se quedó quieta, mirando, en el agua, la cara que se hundía y salía alternativamente del agua, mientras el nadador se deslizaba en constante avance. Desde aquel elemento separado, el nadador contemplaba a las muchachas, y se sentía exultante de gozo, gracias a la situación de ventaja en que se hallaba, poseyendo todo un mundo para él solo. Se sentía a salvo y perfecto. Le gustaban sus movimientos vigorosos y sueltos, así como el violento impulso que el agua, muy fría, daba a sus miembros, manteniéndole a flote. Veía a las muchachas contemplándole desde lejos, fuera, y eso le gustaba. Sacó un brazo del agua y las saludó. Úrsula dijo: —Nos saluda. Gudrun repuso: —Sí. Siguieron mirándole. Volvió a saludar con un extraño movimiento de reconocimiento a través de la distancia que mediaba entre ellos. Riendo, Úrsula dijo: —Igual que un nibelungo. Gudrun se quedó quieta, en silencio, mirando hacia el agua. De repente, Gerald dio otra vuelta sobre sí mismo, y se alejó nadando
velozmente, de costado. Estaba solo, solo y a salvo, en medio del agua, teniendo el lago entero a su disposición. Exultaba de gozo en el aislamiento, en el nuevo elemento, libre de toda condición, libre de toda duda. Era feliz, impulsándose a sí mismo con las piernas y todo su cuerpo, sin vínculos ni relaciones con nada, solo en el mundo del agua. Gudrun le envidiaba casi dolorosamente. Aquella momentánea posesión del puro aislamiento y de la pura fluidez le parecía tan terriblemente deseable que se sentía como condenada allí, en tierra. Gudrun gritó: —¡Dios mío, quién pudiera ser hombre! Sorprendida, Úrsula exclamó: —¿Qué dices? Extrañamente sonrojada, brillantes los ojos, Gudrun dijo: —¡La libertad, la independencia, la movilidad! Los hombres, si quieren hacer una cosa, la hacen. No tienen los miles de obstáculos con que la mujer se tropieza. Úrsula se preguntó cuáles serían los pensamientos de Gudrun que habían provocado aquel estallido. No podía comprenderlo. Úrsula preguntó: —¿Qué pretendes hacer? Gudrun, rápidamente, repuso: —Nada. Pero supongamos que quisiera hacer algo. Supongamos que quisiera nadar aquí, en esa agua. Sería imposible. Es una de las imposibilidades de nuestra vida. No puedo desnudarme y tirarme al agua. ¡Es ridículo! ¡Nos prohíben vivir! Gudrun estaba tan exaltada, tan colorada, tan furiosa, que Úrsula se sintió intrigada. Las dos hermanas siguieron su camino, ascendiendo por la carretera. Pasaban por entre los árboles situados exactamente debajo de Shortlands. Alzaron la vista a la casa, alargada y baja, dotada de oscuro encanto, en la húmeda mañana, con los cedros inclinados ante sus ventanas. Gudrun parecía estudiar atentamente la casa. Preguntó: —¿Te parece bonita, Úrsula? —Mucho. Tiene encanto y da sensación de paz. —Y también tiene forma. Pertenece a un período. —¿Qué período?
—Siglo dieciocho, sin la menor duda. Dorothy Wordsworth y Jane Austen, ¿no lo crees así? Úrsula se echó a reír. Gudrun repitió: —¿No te parece así? —Quizá. Pero también me parece que los Crich no encajan debidamente en el período en cuestión. Me consta que Gerald se dispone a instalar un generador de electricidad para iluminar la casa, y que está modernizándola en todos los aspectos. Gudrun se encogió brevemente de hombros y dijo: —Claro… Es inevitable. Riendo, Úrsula expuso: —Naturalmente. Lo que ocurre es que Gerald lleva encima varias generaciones de juventud reunidas. Le odian por ser así. Coge a la gente por el pescuezo y la empuja y zarandea, llevándola a donde él quiere. Tendrá que morirse pronto, cuando haya implantado todas las mejoras posibles y ya no le quede nada que mejorar. De todas maneras, Gerald tiene empuje. —Sí, tiene empuje. La verdad es que jamás había visto a un hombre con tanto empuje. Lo malo es que no podemos saber adónde le llevará ese empuje, qué será de él. Úrsula dijo: —Sí, yo lo sé. Le llevará a servirse de todas las innovaciones que aparezcan. —¡Exactamente! —¿Sabes que mató de un tiro a su hermano? Gudrun frunció el entrecejo, en expresión de censura, y preguntó: —¿Mató de un tiro a su hermano? —¿No lo sabías? Pues sí. Pensaba que lo sabías. Gerald y su hermano estaban jugando con una escopeta. Gerald dijo a su hermano que mirara por la boca del cañón, la escopeta estaba cargada, se disparó, y le voló la mitad de la cabeza. Es una historia espeluznante, ¿verdad? —Terrible… ¿Hace mucho que ocurrió? —Sí, claro, eran pequeños. Es una de las historias más horribles que he oído en mi vida. —¿Y acaso Gerald no sabía que el arma estaba cargada?
—No. Se trataba de un arma vieja que llevaba qué sé yo cuántos años en el establo. Nadie creía que pudiera dispararse, y, desde luego, nadie imaginaba que estuviera cargada. Pero el caso es que ocurrió. Fue horrible. Gudrun se mostró de acuerdo: —Horrible, horrible… Y también es horrible pensar que si a uno le pasa una cosa así, siendo niño, tiene que llevar la carga de la responsabilidad hasta el fin de sus días… Imaginas… Dos chicos jugando, y, de repente, sin más, pasa eso. ¡Es terrible, Úrsula! Es una de esas cosas que me parecen insoportables… El asesinato es comprensible porque, después de todo, hay una voluntad que lo decide. Pero que a una le ocurra una cosa así… Úrsula dijo: —Quizá concurriera una voluntad inconsciente. Cuando se juega a matar, siempre se da un primitivo deseo de matar, ¿no crees? Fríamente, envarándose un poco, Gudrun expuso: —Un deseo… Parece que ni siquiera jugaban a matar. Supongo que un chico dijo al otro: «Mira dentro del cañón, y oprimiré el gatillo, y así veremos qué pasa». Me parece un accidente en su más pura acepción. —No lo creo así. Yo sería incapaz de oprimir el gatillo del arma más descargada del mundo si alguien estuviera mirando el interior del cañón. Eso es algo que instintivamente no se hace. No se puede hacer. Gudrun, en profundo desacuerdo con su hermana, guardó silencio unos instantes. Luego, fríamente, observó: —Desde luego, si se es mujer, y una mujer mayor, el instinto le impide oprimir el gatillo. Pero no creo que eso sea aplicable a un par de chicos que están jugando. Había hablado en tono irritado, frío. Úrsula se mantuvo firme. —Es aplicable igual. En ese momento, oyeron a pocos pasos de distancia una voz de mujer: —¡Oh, maldita sea! Las dos hermanas avanzaron y vieron a Laura Crich y a Hermione Roddice, en el campo, al otro lado del seto. Laura forcejeaba con la puerta en la verja, a fin de abrirla. Úrsula se adelantó corriendo y ayudó a Laura a abrir la puerta. Laura, sonrojada y con aspecto de amazona, pero un tanto aturdida, dijo: —Muchas gracias. Parece que las bisagras están mal.
Úrsula opinó: —Parece que sí. Además, la puerta es muy pesada. Laura repuso: —¡Sorprendentemente pesada! Un poco alejada, en el campo, Hermione dijo con voz cadenciosa, en el mismo instante en que se produjo el silencio, después de las palabras de Laura: —¿Qué tal? ¿Cómo estáis? Se está bien ahora al aire libre. ¿Vais de paseo? Sí. ¿Verdad que es bonito el césped nuevo? Es hermoso, esplendente… Buenos días, buenos días… ¿Iréis a casa? Muchas gracias… Sí, sí, la semana próxima… Adiós, Adiós… Gudrun y Úrsula, quietas, contemplaron cómo Hermione inclinaba una y otra vez la cabeza, lentamente, y lentamente agitaba la mano, despidiéndolas, mientras sonreía de forma extraña y afectada, ofreciendo una extraña imagen, con su cuerpo alto y temible, con el denso cabello cayéndole sobre los ojos. Las dos hermanas siguieron su camino, como seres inferiores despedidos. Así se separaron las cuatro mujeres. Tan pronto se hubieron alejado un poco, Úrsula, con la mejilla ardiendo, dijo: —Es insolente, con toda seguridad. Gudrun preguntó: —¿Quién? ¿Hermione Roddice? ¿Por qué? —¡La forma en que trata a la gente es insolente! Con cierta frialdad, Gudrun preguntó: —¿Qué ha hecho para que la llames insolente? —Sus modales en general. Es insoportable la manera en que intenta dominar brutalmente. Es pura y simple brutalidad. Es insolente. «¿Iréis a casa?», como si estuviéramos dispuestas a matarnos para tener tan alto honor… No sin exasperación, Gudrun observó: —Úrsula, no comprendo por qué te alteras tanto. Todos sabemos que son insolentes esas mujeres, esas mujeres libres que se han emancipado de la aristocracia. Úrsula gritó: —¡Pero es que no tienen ninguna necesidad de serlo! ¡Es un
comportamiento vulgar! —Pues no, no lo entiendo así. Y si considerase que su comportamiento es insolente, recordaría que pour moi elle n’existe pas. No le reconozco la personalidad precisa para ser insolente conmigo. —¿Crees que te tiene simpatía? —Pues no, me parece que no. —En ese caso, ¿por qué te invita a pasar unos días con ella en su casa de Breadalby? Gudrun encogió despacio los hombros, y dijo: —Al fin y al cabo, Hermione tiene el juicio suficiente para darse cuenta de que tú y yo no somos como la mayoría de las chicas. Será lo que tú quieras, pero no tiene un pelo de tonta. Y prefiero tratar a una mujer detestable que tratar a la mujer vulgar que vive apegada a su mundo. En ciertos aspectos, Hermione Roddice se arriesga. Úrsula pensó lo anterior unos instantes, y dijo: —Lo dudo. En realidad, no arriesga nada. Supongo que deberíamos admirarla por saber que puede invitarnos a nosotras, simples maestras de escuela, sin arriesgar nada. —¡Exactamente! Piensa en los miles de mujeres que no se atreven. Saca el máximo partido a sus privilegios. Y eso es algo importante. Supongo que, si nos encontráramos en su lugar, haríamos lo mismo. —No. Me aburriría. Sería incapaz de pasarme la vida jugando a esos juegos a que ella juega. Está por debajo de mi dignidad. Las dos hermanas eran como las piezas de una tijera, y cortaban cuanto mediara entre las dos. O quizá como el cuchillo y la aguzadera, que se afilan recíprocamente. De repente, Úrsula gritó: —Desde luego, esa mujer debería dar gracias a los cielos de que la visitemos. Tú eres muy bella, mil veces más bella de lo que ella haya sido jamás, y, a mi juicio, vas mucho mejor vestida, ya que ella nunca tiene aspecto lozano y natural, aspecto de flor, y siempre parece anticuada y trasnochada. Además, tú y yo somos más inteligentes que la mayoría de la gente. Gudrun se mostró de acuerdo: —¡Sin ninguna duda! —¡Y eso hay que reconocerlo! —Ciertamente. Pero debes tener en cuenta que, en la actualidad, lo
verdaderamente elegante es ser total y absolutamente ordinario, perfectamente corriente, igual que la gente de la calle, de tal manera que se te pueda considerar una obra maestra de humanidad, sin ser, realmente, como la gente de la calle, sino una creación artística… Úrsula opinó: —¡Me parece horrible! —Sí, Úrsula, en muchos aspectos es horrible. No te atrevas a ser algo que no sea pasmosamente à terre, tan à terre que pueda considerarse la creación artística de la ordinariez. Riendo, Úrsula comentó: —Ha de ser muy aburrido formarse una misma a fin de no ser algo mejor que esto. —¡Muy aburrido! Es realmente aburrido, Úrsula. Ésta es la palabra. Después de todo, tenemos ansias de elevación y de hablar como los personajes de Corneille. Gudrun comenzaba a sentirse excitada, y con las mejillas sonrojadas, por su propia penetración. Úrsula dijo: —Queremos pavonearnos. Sí, queremos ser un cisne entre gansos. Gudrun gritó: —¡Exactamente! ¡Un cisne entre gansos! Riendo despectivamente, Úrsula precisó: —Todos están ocupadísimos en interpretar el papel del ganso feo. Y yo no me siento humilde y patética como un ganso. Me siento como un cisne entre gansos. No puedo evitarlo. Los demás hacen que me sienta así. Y me importa muy poco lo que piensen de mí. Je m’en fiche. Gudrun miró a Úrsula de una manera rara, con cierta envidia y desagrado. Dijo: —Desde luego, lo único que se puede hacer es despreciarlos a todos. A todos sin excepción. Las hermanas regresaron a su casa para leer, hablar y trabajar, y esperar la llegada del lunes para reanudar las clases. Úrsula se preguntaba a menudo qué más esperaba, además de los principios y los fines de la semana escolar, los principios y los fines de las vacaciones. ¡Ésa era toda su vida! A veces, pasaba temporadas dominada por un intenso horror, al pensar que quizá consumiera toda su vida sin haber hecho más que eso. Pero, en realidad, jamás lo aceptó. Su espíritu estaba activo, y su vida era como una semilla que había germinado,
pero que aún no había salido a la superficie.