Un día, durante aquel tiempo, Birkin fue llamado a Londres. Carecía de residencia fija. Tenía un piso en Nottingham, debido a que desarrollaba su trabajo principalmente en aquella ciudad. Pero iba a menudo a Londres y a Oxford. Se movía mucho, y su vida parecía incierta, sin un ritmo definido, sin sentido orgánico. En el andén de la estación del ferrocarril vio a Gerald Crich leyendo el periódico; evidentemente esperaba el tren. Birkin se mantuvo un tanto alejado de él, mezclado con la gente. Era contrario a su manera de ser el acercarse a otra persona. De vez en cuando, en un gesto que le era característico, Gerald levantaba la cabeza y miraba alrededor. A pesar de que leía atentamente el periódico, tenía que vigilar el mundo exterior que le rodeaba. Parecía que tuviera doble conciencia. Pensaba vigorosamente en algo que acababa de leer en el periódico, y, al mismo tiempo, su vista recorría la superficie de la vida alrededor, y no perdía detalle. Birkin, que observaba a Gerald, se sintió irritado por esa dualidad. También advirtió que Gerald causaba la impresión de estar en guardia ante todos, a pesar de la extraña afabilidad de su trato social, cuando se sentía propicio. Birkin experimentó un violento sobresalto al ver que esa afable expresión iluminaba el rostro de Gerald, que se acercaba a él con la mano extendida. —¡Hola, Rupert! ¿Adónde vas? —A Londres. Tú también, supongo. La vista de Gerald se fijó curiosamente en la cara de Birkin. Gerald dijo: —Podemos hacer el viaje juntos. Birkin le preguntó: —¿No vas en primera, como de costumbre? —No puedo aguantar a las multitudes. Pero, en fin, también puedo ir en tercera. Hay un vagón restaurante. Podemos tomar una taza de té. Los dos hombres, al no tener nada más que decirse, miraron el reloj de la estación. Birkin preguntó: —¿Qué dice el periódico?
Gerald le dirigió una rápida mirada y dijo: —Es divertido lo que los periódicos publican. Levantó el Daily Herald y añadió: —Aquí están los dos editoriales, con las habituales tonterías tendenciosas que dicen todos los periódicos… Recorrió la página con la vista y dijo: —Y aquí está eso… no sé cómo lo llaman… ensayo, o casi… en la misma página de los editoriales, diciendo que hace falta que surja un hombre que dé nuevos valores a las cosas, que nos dé nuevas verdades, una nueva actitud ante la vida, ya que de lo contrario en pocos años todo se derrumbará alrededor y el país quedará en ruinas… Birkin comentó: —Bueno, parece que eso también es un ejemplo de periodismo tendencioso… —Aunque el autor del artículo realmente esté convencido de lo que dice. Alargando la mano, Birkin le pidió: —A ver, dame el periódico. Llegó el tren, subieron, y se sentaron a uno y otro lado de una mesita, junto a la ventanilla, en el vagón restaurante. Birkin leyó rápidamente el artículo, y luego miró a Gerald, quien estaba esperando le diera su parecer. Dijo: —Parece que el individuo lo dice en serio, en la medida en que es capaz de serlo. Gerald preguntó: —¿Y crees que es verdad lo que dice? ¿Crees que realmente necesitamos un nuevo evangelio? Birkin se encogió de hombros: —Creo que aquellos que dicen que necesitan una nueva religión son precisamente los que más se resisten a aceptar cualquier novedad. Quieren novedades, ciertamente. Sí, porque mirar rectamente esta vida que nos hemos impuesto y, después de mirarla, rechazarla, destruir totalmente esos viejos ídolos nuestros, es algo que nunca haremos. Y es absolutamente imprescindible destruir lo viejo, antes de que aparezca algo nuevo, algo nuevo incluso en la propia personalidad de cada cual. Gerald le dirigió una penetrante mirada y le preguntó:
—¿Crees que deberíamos destruir esta clase de vida y empezar de nuevo? —Esta clase de vida, sí. Estoy convencido. Tenemos que aniquilarla o resignarnos a marchitarnos dentro de sus límites. Para nosotros esta vida no es más que una piel que nos oprime. Y esa piel no se dilatará más. En los ojos de Gerald bailaba una extraña sonrisita, y una expresión divertida, curiosa y serena. Preguntó: —¿Y cómo comenzarías la tarea? ¿Pretendes reformar totalmente el orden de la sociedad? Birkin había fruncido leve y tensamente el entrecejo. Aquella conversación le desagradaba. Repuso: —No pretendo nada. Cuando realmente queramos conseguir algo mejor, destruiremos lo viejo. Hasta ese momento, toda propuesta o toda investigación de propuestas no será más que un juego aburrido al que se dedicarán personas que imaginan ser importantes. La sonrisa comenzó a desaparecer de los ojos de Gerald, y, dirigiendo una fría mirada a Birkin, dijo: —¿Realmente crees que la situación es muy mala? —Absolutamente mala. La sonrisa reapareció: —¿Desde qué punto de vista? —Desde todos. Somos unos terribles embusteros. No pensamos más que en mentirnos a nosotros mismos. Tenemos el ideal de un mundo perfecto, limpio, recto y satisfactorio. Y a ese fin, cubrimos la tierra de inmundicia. La vida no es más que trabajo constante, vivimos como insectos arrastrándonos en la porquería, con la finalidad de que los mineros puedan tener un pianoforte en la sala de estar, de que tú puedas tener un mayordomo y un automóvil en tu modernizada casa, y de que, como nación, podamos presumir del Ritz, o del Imperio, o de Gaby Desly, o de los periódicos dominicales. Es todo muy sórdido. Gerald tardó algún tiempo en ajustar su actitud a aquel ataque. Luego preguntó: —¿Prefieres que vivamos sin casas, un retorno a la naturaleza? —No prefiero nada. La gente sólo hace lo que quiere hacer, dentro de lo que es capaz de hacer. Si la gente fuera capaz de hacer algo más, algo nuevo habría. Gerald meditó de nuevo. No estaba dispuesto a sentirse ofendido por las
palabras de Birkin. Preguntó: —¿Y no crees que el pianoforte, como tú lo llamas, del minero es un símbolo de algo que realmente existe, de un verdadero deseo de algo más elevado, en la vida del minero? Birkin aseguró: —¡Más elevado! Sí. Pasmosas alturas de erectas grandezas. El piano le sitúa a gran altura, en opinión del minero que vive en la casa contigua. El dueño del piano se ve reflejado en la opinión del vecindario, y en el reflejo se ve mucho más alto, gracias al piano, y queda satisfecho. Vive gracias al espectro del reflejo de Borcken, al reflejo de sí mismo en la opinión del prójimo. Y tú haces lo mismo. Si tienes gran importancia para la humanidad, tienes también gran importancia para ti mismo. Ésa es la razón por la que trabajas tan intensamente en tu industria minera. Si puedes sacar carbón para guisar cinco mil comidas al día, serás cinco mil veces más importante que si te limitaras a guisar sólo tu propia comida. Riendo, Gerald dijo: —Supongo que sí, supongo que tengo esa importancia que dices. —¿No comprendes que ayudar al prójimo a comer es lo mismo que comer yo? «Yo como, tú comes, él come, nosotros comemos, vosotros coméis, ellos comen.» ¿Y luego qué? ¿Por qué todos tenemos que conjugar el verbo entero? Yo me contento con la primera persona del singular. —Hay que comenzar por las necesidades materiales. Birkin ignoró esta observación. Gerald añadió: —Y yo tengo que vivir para algo, no somos ganado que con pastar queda satisfecho. —Pues dime, ¿para qué vives? En el rostro de Gerald se formó un gesto de desconcierto: —¿Para qué vivo? Supongo que vivo para trabajar, para producir algo, en la medida en que soy un ser dotado de propósitos. Prescindiendo de esto último, vivo porque vivo. —¿Y cuál es tu trabajo? Extraer de la tierra tantas miles de toneladas de carbón más, todos los días. Y , cuando tengamos todo el carbón que queramos, y todos los muebles forrados de terciopelo, y todos los pianofortes, y cuando todos los conejos hayan sido guisados y comidos, y todos estemos calentitos y con la panza llena, y estemos escuchando el piano tocado por una señorita, ¿qué? ¿Qué harás cuando hayas conseguido en una medida decente esas cosas materiales?
Las palabras y el burlón sentido del humor de Birkin hicieron reír a Gerald, quien, a pesar de ello, no dejó de pensar. Repuso: —Todavía no hemos conseguido todo lo que dices. Hay mucha gente que aún espera el conejo y el fuego con que guisarlo. Mofándose de Gerald, Birkin dijo: —En resumen, ¿mientras tú sacas el carbón, yo debo cazar el conejo? —Algo parecido. Birkin le dirigió una mirada escrutadora. Percibió la dura insensibilidad, revestida de perfecto buen humor, incluso la extraña y resbaladiza malicia de Gerald, transparentándose por la plausible ética de la productividad. Birkin dijo: —Gerald, me pareces odioso. —Ya lo sabía. ¿Por qué? Inescrutable el rostro, Birkin meditó durante unos instantes. Por fin dijo: —Me gustaría saber si tienes conciencia de odiarme. ¿Me has detestado conscientemente alguna vez?, ¿me has odiado con odio místico? En ciertos momentos extraños, te odio de manera sublime. Gerald quedó un tanto sorprendido, incluso desconcertado. No sabía qué contestar. Dijo: —Es posible que en algunas ocasiones te odie. Pero no me doy cuenta. Bueno, quiero decir que no tengo aguda conciencia de odiarte. —Tanto peor. Gerald le miró con curiosidad. Realmente no comprendía lo que Birkin había querido decir. Le preguntó: —¿Tanto peor dices? Hubo un silencio entre los dos hombres mientras el tren proseguía su avance. La cara de Birkin revelaba una irritada tensión, un seco fruncimiento en el entrecejo, agudo y difícil. Gerald le observaba cautamente, con cuidado, calculadamente, ya que no acertaba a adivinar qué pensaba. De repente, Birkin fijó la mirada recta y avasalladoramente en los ojos del otro, y le preguntó: —¿Cuál crees que es la finalidad y el objeto de tu vida, Gerald? Una vez más, Gerald quedó sorprendido. No sabía qué pretendía su amigo. ¿Se burlaba de él o no? Con humor levemente irónico, contestó:
—En este instante, así, de buenas a primeras, no lo sé. Con atenta y directa seriedad, Birkin le preguntó: —¿Crees que el amor es cuanto hay en la vida y la última finalidad de la vida? Gerald preguntó: —¿De mi propia vida? Verdaderamente intrigado, Gerald guardó silencio unos instantes. Por fin dijo: —No lo sé. Por el momento, no ha sido así. —¿Cómo ha sido tu vida por el momento? —Bueno, pues averiguar por mí mismo lo que son las cosas, vivir experiencias, y hacer lo preciso para que las cosas marchen. Birkin frunció el entrecejo, que quedó como si fuera de duro acero, y dijo: —Creo que se necesita una sola actividad realmente pura. Se podría decir que uno ama esa sola actividad pura. Pero amar, no amo de veras a nadie. No ahora. Gerald le preguntó: —¿Has amado de veras alguna vez a alguien? —Sí y no. —¿No de una manera absoluta? —Absoluta, absoluta, no. Gerald dijo: —Yo tampoco. —¿Y quieres amar así? Gerald dirigió una larga y chispeante mirada, una mirada casi de sorna, a los ojos de Birkin, y repuso: —No lo sé. —Pues yo sí. Yo quiero amar. —¿De veras? —Sí. Y con el carácter absoluto del amor. —El carácter absoluto del amor.
Después de repetir estas palabras de Birkin, Gerald esperó unos instantes y añadió: —¿Amar a una mujer solamente? —Sí, a una mujer solamente. Pero Gerald, al oír estas palabras, tuvo la impresión de que Birkin no las hubiera dicho llevado por la seguridad, sino sólo con el fin de ser insistente. Dijo: —No creo que una mujer, y únicamente una mujer, baste para colmar mi vida. —¿No consideras que el amor entre una mujer y tú puede ser el núcleo central de tu vida, el centro? Mientras contemplaba a Birkin, Gerald achicó los ojos en una sonrisa extraña y peligrosa. Dijo: —Nunca lo he sentido así. —¿No? En ese caso, ¿cuál es el centro del vivir para ti? —No lo sé. Ésa es la razón por la que quiero que alguien me lo diga. En cuanto sé, mi vida carece de centro. Mi vivir está artificialmente conformado por el mecanismo social. Birkin meditó estas palabras, y lo hizo con una expresión tal que parecía quisiera cascar algo, algo duro. Dijo: —Comprendo. No hay centro. Los viejos ideales han muerto, no queda nada de ellos. A mi juicio, sólo queda esa perfecta unión con una mujer, una especie de matrimonio absoluto, y nada más. —¿Quieres decir con esto que si no hay una mujer no hay nada? —Más o menos, si tenemos en cuenta que Dios no existe. —En ese caso, mal asunto. Y volvió la cabeza para contemplar por la ventanilla el dorado paisaje que, volando, se deslizaba hacia atrás. Birkin no pudo dejar de observar cuán hermoso era el rostro de Gerald, rostro de soldado, dotado de la valentía precisa para ser indiferente. Birkin le preguntó: —¿Crees que es un asunto difícil? —Si tenemos que construir nuestra vida basándonos en una mujer, sólo en una mujer, sí, creo que es asunto difícil. Por lo menos, no creo que jamás
pueda construir mi vida de esa manera. Birkin le miró casi enojado: —Eres un incrédulo nato. Gerald repuso: —Sólo puedo pensar así. Y volvió a mirar a Birkin, casi burlonamente, con sus ojos azules, viriles, penetrantemente luminosos. En esos instantes, los ojos de Birkin estaban llenos de ira. Pero su expresión rápidamente se tornó preocupada, dubitativa, y luego llena de cálido y recio afecto, y también de risa. Frunciendo el entrecejo, dijo: —Es un asunto que me preocupa mucho, Gerald. Gerald sonrió, dejando al descubierto los dientes, en una sonrisa viril, rápida, de soldado, y dijo: —Ya lo veo. Gerald quedó inconscientemente subyugado por Birkin. Quería estar cerca de él, quería hallarse en su esfera de influencia. Había en Birkin algo muy afín a él. Pero Gerald, salvando esta afinidad, poco caso le hacía. Gerald consideraba que estaba en posesión de verdades más sólidas y más duraderas que las de Birkin. Se sentía mayor, con más conocimiento. Lo que le gustaba en su amigo era la simpatía rápidamente cambiante que de él emanaba, la cálida brillantez de su expresión. Gerald gozaba con aquel apasionante juego de palabras, aquel rápido intercambio de sentimientos. Sin embargo, en ningún momento prestaba atención al contenido de esas palabras, por cuanto tenía la certeza de que él sabía más que Birkin. Y a Birkin le constaba. Le constaba que Gerald quería tenerle afecto sin tomarle en serio. Y eso lo inducía a tornarse duro y frío. Mientras el tren proseguía su avance, Birkin contempló el paisaje, y Gerald desapareció de su mente, y llegó a no significar nada para él. Birkin contemplaba el paisaje del atardecer y pensaba: «Bien, en el caso de que la humanidad quede destruida, en el caso de que nuestra raza sea destruida como Sodoma, y quede este hermoso atardecer, con esta luminosa tierra y estos luminosos árboles, me sentiré contento. Aquello que da forma a todo está aquí y no podrá perderse jamás. A fin de cuentas, la humanidad sólo es una expresión de lo incomprensible. Y si la humanidad desaparece, sólo significará que esa particular expresión ha quedado terminada y completa. Lo que se expresa y lo que debe ser expresado no puede menguar. Y está ahí, en este esplendente atardecer. Dejemos que la humanidad desaparezca. Ya hubiera
debido desaparecer, en realidad. Las manifestaciones creadoras no desaparecerán, seguirán estando ahí. La humanidad ha dejado de encarnar las manifestaciones de lo incomprensible. La humanidad es letra muerta. Habrá una nueva encarnación, de una manera diferente. Ojalá la Humanidad desaparezca lo antes posible». Interrumpiendo el curso de sus pensamientos, Gerald le preguntó: —¿Dónde paras en Londres? Birkin alzó la vista: —En casa de un conocido, en Soho. Pago parte del alquiler de la casa, y voy allí siempre que quiero. —Es bueno tener casa en Londres, una casa que puedas considerar más o menos tuya. —Sí, pero, tal como están las cosas, mi situación no me entusiasma. Estoy harto de la clase de gente que encuentro en esa casa. —¿Qué clase de gente? —Arte, música… bohemios londinenses… La bohemia más mezquina y calculadora que cabe imaginar. Pero hay unas cuantas personas decentes, decentes en cierto aspecto, por lo menos. Son esos que rechazan totalmente el mundo. Quizá sólo vivan gracias al gesto de rechazo y negación. Pero en fin, de todas maneras, algo niegan. —¿Qué es esa gente? ¿Se trata de pintores, músicos…? —Pintores, músicos, escritores, vagos, modelos, jóvenes progresistas, gente de diverso pelaje que está abiertamente en contra de todos los convencionalismos. A menudo van chicos que estudian en la universidad, y chicas que, como ellas dicen, viven su vida. Gerald preguntó: —¿Todos libres? Birkin advirtió que había despertado la curiosidad de Gerald. Contestó: —En cierto modo, sí. Desde otros puntos de vista, están muy atados, a pesar de que todos ellos tienen la nota común de escandalizar al prójimo. Miró a Gerald, y advirtió que en sus azules ojos se había encendido una llamita de curioso deseo. También advirtió cuán apuesto era. Gerald tenía atractivo, parecía tener la sangre muy fluida, eléctrica. En sus ojos ardía una luz viva y fría, había en él cierta belleza, una bella pasividad en todo su cuerpo, en su moldeado. Gerald dijo:
—Si te parece nos vemos en Londres. Voy a quedarme dos o tres días. —Sí. Pero no quiero ir al teatro ni a los espectáculos de variedades. Lo mejor será que vengas, y veas si Halliday y sus amigos te divierten. Riendo, Gerald dijo: —Gracias. ¿Qué haces esta noche? —He quedado con Halliday en el Pompadour. Es un mal sitio, pero no hay otro. Gerald preguntó: —¿Dónde está? —Piccadilly Circus. —¡Ah, sí!… ¿Te parece que vaya allá? —Me parece muy bien. A lo mejor te diviertes. Anochecía. Acababan de cruzar Bedford. Birkin contemplaba el paisaje y se sentía invadido por una especie de desesperanza. Siempre experimentaba esta sensación cuando se acercaba a Londres. El desagrado que la humanidad, como masa humana, inspiraba en él casi equivalía a una enfermedad. Where the quiet coloured end of evening smiles Miles and miles… Birkin murmuraba para sí estas palabras, como un condenado a muerte. Gerald, que era hombre sutilmente alerta, con todos sus sentidos muy despiertos, se inclinó hacia delante y preguntó, sonriente: —¿Qué dices? Birkin le miró, se echó a reír y repitió: Where the quiet coloured end of evening smiles Miles and miles. Over pastures where the something sheep Half asleep… Gerald también contempló el paisaje. Y Birkin, que por alguna razón se sentía cansado y aburrido, le dijo: —Cuando el tren penetra en Londres siempre me siento hundido. Siento desesperación y desesperanza, como si hubiera llegado al fin del mundo. —¡Vaya, hombre! ¿Y te asusta el fin del mundo?
Birkin se encogió lentamente de hombros: —No lo sé. Bueno, en realidad sí, en los momentos en que parece inminente, pero no ha comenzado todavía. Sucede que la gente me desagrada. Me desagrada de mala manera. En los ojos de Gerald apareció una alegre sonrisa: —¿De veras? Y contempló analíticamente a Birkin. Pocos minutos después, el tren entraba en los lamentables barrios extremos de Londres. Todos los pasajeros estaban alerta, prestos a escapar. Por fin se encontraron bajo el gran arco de la estación, a la tremenda sombra de la ciudad. Birkin se encerró totalmente en sí mismo. Había llegado. Los dos compartieron un taxi. Birkin, sentado en aquella menuda celda que avanzaba velozmente, dijo, con la vista fija en la calle, grande y horrenda: —¿No tienes la impresión de ser un condenado? Riendo, Gerald repuso: —No. Birkin comentó: —Realmente, esto es la muerte.