Gudrun sabía que ir a Shortlands tenía para ella una importancia decisiva. Le constaba que equivalía a aceptar a Gerald. Y a pesar de que era remisa a admitir la propuesta, debido a que le desagradaban las consecuencias anexas, sabía que acabaría yendo allí. Se engañaba a sí misma. Atormentada, al recordar el revés y el beso, se decía: «¿A fin de cuentas qué fue? ¿Qué es un beso? ¿Qué es un bofetón incluso? Fue un instante que pasó. Puedo ir a Shortlands una temporada antes de marcharme del país, aunque sólo sea para trabajar». Gudrun tenía una insaciable curiosidad de verlo y probarlo todo. También estaba interesada en saber cómo era Winifred. Después de haber oído a la niña gritando aquella noche, desde el vaporcito, se sentía misteriosamente vinculada a ella. Gudrun habló con el padre de Winifred en la biblioteca. Luego el padre llamó a la hija, la cual llegó acompañada de la mademoiselle. El padre dijo: —Mira, Winnie, aquí está la señorita Brangwen, que ha sido tan amable aceptando ayudarte en tus dibujos y esculturas de animales. La niña miró a Gudrun interesada un instante, antes de avanzar hacia ella y ofrecerle la mano, con la cara vuelta. Bajo la infantil reserva de Winifred había una sangre fría y una indiferencia totales, cierta irresponsable dureza. La niña, sin mirar a Gudrun, dijo: —Hola, ¿qué tal? Y Gudrun repuso: —Hola, ¿qué tal? Entonces Winifred se echó a un lado, y Gudrun fue presentada a la mademoiselle, quien dijo en un tono que reflejaba gran optimismo: —Ha gozado usted de un día maravilloso para dar el paseo que le ha traído hasta aquí. Gudrun repuso: —Ciertamente, maravilloso. Winifred observaba desde lejos a Gudrun. Parecía divertida, aunque un tanto insegura acerca de cómo sería aquella nueva persona. Winifred veía muchas personas nuevas, aunque muy pocas llegaban a ser reales para ella. La mademoiselle carecía de toda importancia, y la niña se limitaba a tolerarla, con calma, sin dificultades, y aceptaba la leve autoridad que sobre ella ejercía, con ligero desprecio y burla, con la obediente arrogancia de la indiferencia infantil. El padre dijo: —Bueno, Winifred, ¿no estás contenta de que la señorita Brangwen haya
venido? Hace animales y pájaros de madera y arcilla, y en Londres hay personas que escriben en los periódicos sobre las obras de la señorita Brangwen y las alaban mucho. Winifred esbozó una sonrisita y preguntó: —¿Quién te lo ha dicho, papá? —¿Quién me lo ha dicho? Hermione me lo ha dicho, y Rupert Birkin. Con ligero aire de reto, Winifred se volvió hacia Gudrun y le preguntó: —¿Los conoce? Gudrun repuso: —Sí. Winifred alteró un poco su postura ante aquella situación. Antes se había predispuesto a aceptar a Gudrun como sirvienta. Pero se daba cuenta de que se presuponía que tenían que tratarse como amigas. Esto le gustó. A fin de cuentas, Winifred trataba con gran número de medio-inferiores, a los que toleraba con buen humor. Gudrun estaba muy tranquila. Tampoco ella tomaba demasiado en serio aquellas situaciones, ya que toda nueva ocasión era para ella principalmente motivo para ejercer sus dotes de observación. Winifred era una niña independiente, irónica, con la que Gudrun jamás se sentiría vinculada. A pesar de eso, Gudrun sintió simpatía por la niña, que le despertó cierta curiosidad. El primer encuentro entre las dos se desarrolló con humillante torpeza. Tanto Winifred como su profesora de arte carecían de facilidad en el trato social. Sin embargo, no tardaron en entrar en una relación más profunda, en un mundo de mentirijillas. Winifred no prestaba atención a los seres humanos, a no ser que fueran como ella, juguetones y levemente burlones. Sólo aceptaba el mundo de la diversión, y las personas más serias de su vida eran los animales domésticos que tenía. A ellos dedicaba generosamente, con cierta ironía, su afecto y su compañerismo. Y se sometía con aburrida indiferencia al restante panorama mundano. Tenía un perro pequinés, llamado Looloo, al que amaba con locura. Gudrun dijo: —¿Qué te parece, dibujamos a Looloo, a ver si hacemos un dibujo en que se le vea todo lo Looloo que es? Winifred gritó: —¡Querido Looloo!
Echó a correr hacia el perro, que estaba sentado con meditativa tristeza en el hogar, y le besó la abultada frente: —Querido, ¿quieres que te dibujemos? ¿Quieres que tu mamá te haga un retrato? La niña se echó a reír burlonamente, y, volviéndose hacia Gudrun, dijo: —¡Vamos a dibujarlo! Cogieron papel y lápices, dispuestas a empezar el trabajo. Besando al perro, Winifred dijo: —Y ahora, precioso, estate quieto mientras tu mamá te hace un maravilloso retrato. El perro la miró con expresión de ofendida resignación en sus ojos grandes y salientes. Winifred lo besó fervorosamente, y dijo: —No sé cómo me saldrá el retrato. Seguramente será horroroso. Mientras dibujaba, la niña se echó a reír para sí, varias veces, gritando: —¡Oh, Looloo, qué guapo eres! Y sin dejar de reír, corría hacia él y lo abrazaba, como penitencia por una sutil ofensa inferida al perro. Éste estuvo sentado con la resignación y la quietud de una antigüedad inmemorial, en su cara oscura y aterciopelada. Winifred dibujaba despacio, con perversa concentración en sus ojos, la cabeza un poco inclinada a un lado, y el cuerpo en intensa quietud. Parecía trabajar en estado de mágico trance. Terminó bruscamente su trabajo. Miró al perro y luego el dibujo. Gritó con auténtica pena por el perro y, al mismo tiempo, con perversa exultación: —¡Preciosidad! ¿Qué te hemos hecho? Con el papel en la mano, se acercó al perro y lo puso bajo su hocico. El perro volvió la cabeza hacia el otro lado, como si estuviera ofendido y mortificado, y la niña, en un impulso, le besó la frente abultada y aterciopelada, y dijo: —Es un Looloo, un Loozoo, un Looli… Mira el retrato, querido, mira el retrato que te ha hecho mamá. Winifred miró su dibujo y se echó a reír. Volvió a besar al perro, se irguió y se acercó gravemente a Gudrun, ofreciéndole el papel. Era un pequeño y grotesco apunte de un pequeño y grotesco animal, tan perverso y tan cómico, que una lenta sonrisa se formó inconscientemente en la cara de Gudrun. Winifred, a su lado, reía con malicia, y decía:
—No se parece, ¿verdad? Es mucho más guapo en realidad. ¡Eres tan guapo, Looloo, querido…! Y corrió a abrazar al mortificado perro. El pequinés levantó la cabeza y miró a la niña, con triste expresión de reproche en sus ojos, agobiado por la extrema antigüedad de su ser. La niña volvió corriendo al lugar en que se encontraba su dibujo, rio satisfecha, y preguntó a Gudrun: —No se parece, ¿verdad? Gudrun repuso: —Pues sí, se parece mucho. La niña se quedó con el dibujo, como si se tratara de un tesoro, anduvo por todos lados con él y lo mostró a todos en avergonzado silencio. Poniendo el papel violentamente en la mano de su padre, Winifred dijo: —¡Mira! El padre exclamó: —¡Es Looloo! Y sorprendido bajó la vista al oír la casi inhumana risa de la niña a su lado. Cuando Gudrun fue por vez primera a Shortlands, Gerald no estaba en casa. Pero el día en que Gerald regresó, por la mañana, fue en busca de Gudrun. Era una mañana soleada y suave, y Gerald anduvo despacio por los senderos del jardín, contemplando las flores que se habían abierto durante su ausencia. Como siempre, ofrecía un aspecto limpísimo y saludable, afeitado, con el cabello peinado con escrupulosa raya a un lado, esplendente la cara al sol, con el breve y rubio bigote bien recortado, y aquellos destellos humorísticos, tan engañosos, en los ojos. Iba de negro, y las ropas sentaban bien a su bien nutrido cuerpo. Sin embargo, mientras iba de un parterre a otro, a la clara luz del sol de la mañana, se advertía en él cierto aislamiento, cierto miedo, como si algo le faltara. Gudrun llegó caminando deprisa, sin que Gerald la viera. Iba vestida de azul y llevaba medias de lana amarilla, como los alumnos de las escuelas benéficas. Gerald la miró sorprendido. Las medias de Gudrun siempre le desconcertaban. Y había quedado desconcertado por las medias de claro color amarillo y los pesados, muy pesados zapatones. Winifred, que había estado jugando en el jardín, en compañía de la mademoiselle y de sus perros, se acercó corriendo a Gudrun. La niña llevaba un vestido de rayas blancas y negras. El cabello corto le colgaba igualado alrededor del cuello. Cogiendo a Gudrun del brazo, la niña dijo: —Hoy dibujaremos a Bismarck, ¿verdad?
—Sí, hoy dibujaremos a Bismarck, ¿te gusta? —¡Sí, mucho! Tengo unas ganas enormes de dibujar a Bismark. Esta mañana está tan espléndido, tan fiero… Es casi tan grande como un león. La niña se rio con sorna de su propia exageración y añadió enseguida: —¡Bismarck es un rey! ¡Igual que un rey! La pequeña institutriz francesa, efectuando una leve inclinación, una de aquellas inclinaciones que Gudrun aborrecía, por considerarlas insolentes, dijo: —Bonjour, Mademoiselle. Winifred veut tant faire le portrait de Bismarck! Oh, mais toute la matinée: Esta mañana haremos el retrato de Bismarck. Bismarck, Bismarck, toujours Bismarck! C’est un lapin, n’est-ce pas, Mademoiselle? Gudrun, en su francés correcto pero de acento un tanto pesado, repuso: —Oui, c’est un grand lapin blanc et noir. Vous ne l’avez pas vu? Non, Mademoiselle, Winifred n’a jamais voulu me le faire voir. Tant de fois je le lui ai demandé, «Qu’est-ce donc que ce Bismarck, Winifred?». Mais elle n’a pas voulu me le dire. Son Bismarck c’était un mystére. Winifred gritó: —Oui, c’est un mystère, vraiment un mystère! Señorita Brangwen, diga que Bismarck es un misterio. Gudrun, en burlona cantinela, dijo: —Bismarck es mi misterio, Bismarck, c’est un mystère, der Bismarck er ist ein Wunder. Winifred, con extraña seriedad, bajo la que había una perversa risita, repitió: —Ja, er ist ein Wunder? La mademoiselle, con acento de burla levemente insolente, dijo: —Ist er auch ein Wunder? Con seca indiferencia, Winifred repuso: —Doch! —Doch ist er nicht ein König. Bismarck no era rey, Winifred, contrariamente a lo que tú has dicho. Sólo era… il n’était que chancelier. Con indiferencia un tanto despreciativa, Winifred preguntó: —Qu’est-ce qu’un chancelier?
Gerald se había acercado y estrechaba la mano de Gudrun, mientras decía: —Un chancelier es un canciller, y un canciller es, creo yo, una especie de magistrado. Parece que este Bismarck es un personaje muy importante. La mademoiselle esperó y saludó efectuando discretamente su reverencia. Gerald dijo: —¿De manera que no le dejan ver a Bismarck, mademoiselle? —Non, Monsieur. —Son muy malas las dos. ¿Y qué vais a hacer con Bismarck? A mí me gustaría que fuera a parar a la cocina, y luego a la cazuela. Winifred gritó: —¡No! Gudrun dijo: —Vamos a dibujarlo. Hablando adrede con fatuidad, Gerald dijo: —Lo mejor es hacer un buen guiso con él. Con énfasis, riendo, Winifred volvió a exclamar: —¡Nooo! Gudrun advirtió el matiz de burla en la voz de Gerald, le miró a la cara y le sonrió. Gerald sintió lo mismo que si le acariciaran los nervios. Sus miradas se encontraron, en una reacción de reconocimiento. Gerald preguntó a Gudrun: —¿Te gusta Shortlands? Sin dar importancia a su respuesta, Gudrun contestó: —Mucho. —Me alegra saberlo. ¿Te has fijado en esas flores? La invitó a avanzar detrás de él, por el sendero. Gudrun le siguió amablemente. Luego Winifred se unió a los dos, y la mademoiselle cerraba la marcha. Se detuvieron ante unas salpiglosis veteadas. Mirándolas absorta, Gudrun dijo: —Son maravillosas realmente. La reverente, casi extática admiración que Gudrun mostraba por las flores acarició de extraña manera los nervios de Gerald. Gudrun se inclinó y tocó las trompetillas con las puntas de los dedos, de modo infinitamente sutil y delicado. Cuando se irguió, los ojos de Gudrun, con la calidez de la belleza de
las flores en ellos, miraron a Gerald. Preguntó: —¿Cómo se llaman? —No lo sé. Me parece que son algo así como petunias. Gudrun dijo: —Jamás las había visto. Estaban los dos juntos, en una falsa intimidad, en un contacto nervioso. Y Gerald estaba enamorado de Gudrun. Gudrun tenía conciencia de la cercana presencia de la mademoiselle, como una pequeña cucaracha francesa, observadora y calculista. Gudrun se fue, en compañía de Winifred, diciendo que iban a buscar a Bismarck. Gerald las contempló mientras se alejaban, fija la vista en el suave, sereno y lleno cuerpo de Gudrun, cubierto con la sedosa tela de cachemira. Cuán sedoso, suave y bello tenía que ser su cuerpo… La mente de Gerald se entregó a la apreciación hiperbólica. Gudrun era sumamente deseable, sumamente bella. Gerald quería ir con ella, estar con ella y nada más. Y Gerald no era más que eso, que el ser que estaría con ella, que se entregaría a ella. Al mismo tiempo, Gerald tenía muy clara y perceptiva conciencia de la limpia y frágil definición de las formas de la mademoiselle. Ésta era como un elegante escarabajo, con delgados tobillos, elevado el cuerpo por los altos tacones, el reluciente vestido negro perfectamente correcto, y el cabello oscuro dispuesto en un peinado alto y admirable. ¡Cuán repulsiva era la naturaleza completa y definida de aquella mujer! Gerald la aborrecía. Pero, al mismo tiempo, la admiraba. Era perfectamente correcta. Y , en cierta manera, le irritaba que Gudrun hubiera ido allí vestida de vivos colores, como un guacamayo, mientras la familia estaba de luto. ¡Como un guacamayo! Observó la lentitud con que Gudrun levantaba los pies del suelo al caminar. Sus tobillos eran de color amarillo pálido, y su vestido de profundo azul. Pero esto le gustaba. Le gustaba mucho. Sintió que el atuendo de Gudrun era un reto. Gudrun retaba al mundo entero. Y Gerald sonrió alegremente. Pasando por el interior de la casa, Gudrun y Winifred fueron a la parte trasera, donde se encontraban los establos y los anexos. En la casa y en los terrenos traseros no había nadie. Imperaba el silencio. El señor Crich había salido en automóvil a dar un corto paseo; el mozo de la cuadra acababa de sacar el caballo de Gerald. Winifred y Gudrun se acercaron a la jaula, situada en un rincón, y miraron al gran conejo blanco y negro. Riendo, Winifred dijo: —¡Qué hermoso es! ¡Mire, mire cómo escucha! ¡Qué tonto…! Luego la niña añadió:
—¡Vamos a dibujarle mientras escucha! Escucha con todo su cuerpo. ¿Verdad que escuchas con todo tu cuerpo, Bismarck? Gudrun dijo: —¿Podemos sacarlo de la jaula? Winifred miró a Gudrun, con la cabeza inclinada a un lado, y con extraña y calculadora desconfianza. Dijo: —Tiene mucha fuerza. Realmente es muy fuerte. —¿Lo intentamos? —Si quiere, sí. Pero da unas patadas terribles. Cogieron la llave para abrir la puerta de la jaula. El conejo, en movimientos selváticos y explosivos, comenzó a correr alrededor de la jaula. Excitada, Winifred gritó: —A veces araña de una manera horrorosa. ¡Mírelo, mírelo! ¿Verdad que es maravilloso? El conejo corría desatentadamente alrededor de la jaula. Con creciente excitación, la niña gritó: —¡Bismarck! Eres horrible, eres un animal. En su exaltada excitación, la niña sintió ciertas dudas, y miró a Gudrun, y los labios de ésta esbozaron una sarcástica sonrisa. Winifred emitió un extraño sonido, como el zureo de las palomas, un sonido de indecible excitación. Y , al ver que el conejo se había aposentado en el más alejado rincón de la jaula, gritó: —¡Ahora está quieto! ¿Lo cogemos ahora? La niña se acercó más a Gudrun, quedando junto a ella, levantó la vista a su cara, y con tono excitado, de misterio, susurró: —¿Lo atrapamos ahora? Y soltó una perversa risita. Abrieron la puerta de la jaula, Gudrun metió el brazo, y cogió al conejo, grande y robusto, agazapado en un rincón; lo cogió por sus largas orejas. El conejo estiró las cuatro patas y echó el cuerpo hacia atrás. Se oyó un largo sonido de arañazos, mientras el conejo era arrastrado hacia fuera, y, en el instante siguiente, el conejo colgaba en el aire, retorciéndose selváticamente, con el cuerpo volando como un muelle que se suelta, dando latigazos, suspendido por las orejas. Gudrun sostenía aquella tempestad blanca y negra con el brazo estirado al frente, y mantenía la cara vuelta. Pero el conejo tenía
fuerzas mágicas y lo único que Gudrun podía hacer era sostenerlo. Poco faltó para que Gudrun perdiera la conciencia. Winifred, con voz casi aterrada, dijo: —¡Bismarck, Bismarck, te estás portando de una manera horrorosa! Déjelo en el suelo, es malo, Bismarck es malo. Gudrun quedó atónita unos instantes ante aquella tormenta de rayos y truenos que había estallado en su mano. Luego la cara de Gudrun recuperó el color, y la muchacha se sintió invadida por una nube de intensa rabia. Se sentía como una casa estremecida por una tormenta, totalmente avasallada. La furia le había detenido el corazón, furia ante la bestial e insensata estupidez de aquella lucha; las uñas del animalejo le habían arañado brutalmente la muñeca, y se alzó en el interior de Gudrun una ola de crueldad. Gerald llegó en el momento en que Gudrun intentaba apresar al conejo poniéndoselo debajo del brazo. Con sutil precisión, Gerald advirtió la presencia de aquella fosca pasión de crueldad en Gudrun. Se acercó corriendo, mientras decía: —Hubierais debido ordenar a algún criado que se encargara de sacar el conejo. Casi frenética, Winifred dijo: —¡Qué horrible es! Gerald alargó la mano, nerviosa y nervuda, y cogió al conejo por las orejas, liberando así a Gudrun de él. Gudrun, con voz aguda, de gaviota, una voz extraña y vengativa, dijo: —Casi da miedo la fuerza que tiene. El conejo apelotonó el cuerpo en el aire y luego lo estiró en un latigazo, hasta quedar en forma arqueada. Parecía un ser realmente demoníaco. Gudrun vio que Gerald se envaraba, y vio la aguda ceguera que cubría sus ojos. Gerald precisó: —Conozco bien a estas bestezuelas. El largo y demoníaco animalejo dio con su cuerpo otro latigazo, extendiéndolo en el aire como si volara, con aspecto semejante al del dragón. Luego volvió a replegarse sobre sí mismo, inconcebiblemente poderoso y explosivo. El cuerpo del hombre se estremecía fuertemente al transmitírsele las sacudidas del animal. En ese instante, Gerald sintió una súbita rabia, una rabia cortante, de blancos filos. Rápido como el rayo, echó hacia lo alto y atrás la mano libre, y la dejó caer, como se deja caer el halcón, en el cuello del conejo. En el mismo momento se oyó el chillido extraterreno y horroroso del
conejo, en su miedo a morir. La bestezuela efectuó un inmenso movimiento de retorcimiento, arañó en una última convulsión las muñecas y las mangas de Gerald, toda la barriga del conejo resplandeció en blanco al tiempo que las patas se agitaban en remolino, y, en ese momento, Gerald imprimió un movimiento circular a la mano con que sostenía al conejo y, en el instante siguiente, lo tenía firmemente sujeto entre el brazo y el cuerpo. El conejo se encogía y se estremecía. En la cara de Gerald lucía una sonrisa. Mirando a Gudrun, Gerald dijo: —Nadie hubiera dicho que había tanta fuerza en el cuerpo de este conejo. Gerald vio que los ojos de Gudrun estaban negros como la noche, en la cara pálida, de manera que casi tenía aspecto extraterrenal. El chillido del conejo, después de su violento estremecimiento, tuvo la virtud de rasgar el velo de la percepción de Gudrun. Gerald la miró, y el resplandor blanquecino y eléctrico de su cara se intensificó. Winifred zureaba: —La verdad es que no me gusta. No le quiero como a Looloo. En realidad, es odioso. Mientras Gudrun se recobraba, una sonrisa torcida se formó en su cara. Sabía que su manera de ser había quedado revelada. Gritó con aquella nota alta que asemejaba su voz al grito de las gaviotas: —¿Verdad que es horrible el chillido de los conejos? Gerald se mostró de acuerdo: —Abominable. Winifred decía: —No sé por qué ha de portarse como un tonto sólo porque se le saca de la jaula. Winifred alargó la mano y tocó tímidamente al conejo, que se estaba quieto, como muerto, en su resentimiento. Winifred preguntó: —No está muerto, ¿verdad, Gerald? —No, pero debería estarlo. Repentinamente divertida, la niña gritó: —¡Sí señor, debería estar muerto! Y tocó el conejo con más confianza, añadiendo: —El corazón le va muy deprisa. ¿Verdad que es divertido? Bismarck es
realmente gracioso. Gerald preguntó: —¿Dónde lo dejo? —En el cercado verde, el pequeño. Gudrun miró a Gerald con extraños ojos oscurecidos, en los que se veía la tensión del conocimiento subterráneo, casi suplicantes, como los de un ser que estuviera a merced de Gerald, pero que, en última instancia, se alzaría con la victoria. Gerald no sabía qué decirle. Se percató del recíproco reconocimiento infernal. Y estimó que debía decir algo para ocultar ese reconocimiento. Gerald tenía la potencia del rayo en sus nervios, y Gudrun parecía el suave recipiente del mágico y horrendo fuego de Gerald, quien se sentía inseguro, con estremecimientos de temor. Gerald preguntó: —¿Te ha hecho daño? —No. Gerald apartó la mirada y dijo: —Es un animalejo muy bruto. Llegaron al pequeño cercado, formado por viejos muros rojos, en cuyas grietas brotaban alhelíes. Allí, el césped era suave, fino y viejo, formando una lisa alfombra que cubría íntegramente el cercado, y en lo alto resplandecía el cielo azul. Gerald arrojó allí al conejo, que quedó agazapado e inmóvil. Gudrun lo contemplaba con leve horror. Gritó: —¿Por qué no se mueve? —Está resentido por el trato recibido, y ésa es su forma de quejarse. Gudrun miró a Gerald, y una sonrisa ligeramente siniestra contrajo la blanca cara de la muchacha. Gudrun gritó: —¡Cuidado que es tonto el bicho! Es repelentemente tonto, ¿no te parece? La vengativa mofa que había en la voz de Gudrun estremeció el cerebro de Gerald. Gudrun alzó la vista y miró a Gerald a los ojos, revelando una vez más el burlón reconocimiento, de blanca crueldad. Había un vínculo entre los dos, un vínculo que los dos aborrecían. Los dos eran cómplices en horrorosos misterios. Gerald mostró su antebrazo, blanco y duro, con la piel desgarrada por rojas rayas, y preguntó a Gudrun: —¿Cómo ha quedado tu brazo?
Sonrojándose ante aquella siniestra visión, Gudrun gritó: —Pero ¡qué horrible animal! Lo mío no es casi nada. Levantó el brazo y mostró un profundo y rojo surco en la piel blanca y sedosa. Gerald exclamó: —¡Qué mala bestia! Mas para Gerald fue como si hubiera tenido conocimiento de Gudrun en el largo y rojo surco de su antebrazo, sedoso y suave. Gerald no sentía deseos de tocar a Gudrun. Para tocarla tendría que obligarse a sí mismo a hacerlo deliberadamente. La larga y fea raya roja parecía desgarrar el cerebro de Gerald, rasgar la superficie de su más recóndita conciencia, liberando así el siempre inconsciente e impensable éter rojo del más allá, del obsceno más allá. Solícito, Gerald preguntó: —Supongo que no te duele mucho… Gudrun contestó: —No, en absoluto. Y , de repente, el conejo, que había estado agazapado, quieto y suave como una flor, recuperó violentamente la vida, como en un estallido. Corrió y corrió alrededor del cercado, como una bala, dando vueltas y más vueltas, como un peludo meteorito, trazando unos tensos y duros círculos que parecían atar la mente de quienes lo contemplaban. Todos quedaron atónitos, pasmados, con raras sonrisas en el rostro, como si el conejo actuara movido por un ignoto encantamiento. Dio vueltas y vueltas casi volando sobre el césped, junto a los viejos muros rojos, como una tormenta. Y de repente dejó de correr, se apaciguó, anduvo de un lado para otro sobre el césped, se sentó para meditar y la punta del hocico se le estremecía como una pluma al viento. Después de haber pensado unos instantes, quieto, como un suave bulto de pelo, con un ojo negro y abierto, que quizá los mirara, quizá no los mirara, avanzó tranquilo y comenzó a mordisquear la hierba, con los mezquinos movimientos del conejo al comer deprisa. Gudrun dijo: —¡Está loco! ¡Decididamente está loco! Gerald se echó a reír y comentó: —El problema consiste en saber en qué consiste la locura. No creo que este conejo esté loco, francamente.
Gudrun, interesada, le preguntó: —¿Crees que no lo está? —No. Sencillamente, se porta como un conejo. Los conejos son así. Había en el rostro de Gerald una extraña, apenas insinuada sonrisa obscena. Gudrun le miró y supo quién era Gerald, supo que era un iniciado, igual que también lo era ella. Por el momento, eso contrarió e inhibió a Gudrun, quien en voz aguda y alta gritó: —Gracias a Dios por no ser conejos. La sonrisa se intensificó un poco en el rostro de Gerald. Mirando fijamente a Gudrun, preguntó: —¿No somos conejos? Despacio, la cara de Gudrun se relajó, formando una obscena sonrisa de reconocimiento. Con entonación fuerte y lenta, casi viril, respondió: —¡Ah, Gerald, sí, somos conejos y mucho más todavía! Gudrun miraba a Gerald con mirada de escandalosa despreocupación. De nuevo Gerald tuvo la impresión de que Gudrun le daba un bofetón, o, mejor dicho, de que le hubiera desgarrado el pecho silenciosamente, sin posible remedio. Gerald apartó la vista. Winifred exhortaba suavemente al conejo: —¡Come, come, querido! Winifred se deslizaba despacio sobre el césped. Y el conejo se alejaba de ella. —Deja que tu mamá te acaricie, querido. Sí, porque eres muy misterioso…