Faltaba poco para que el sol se ocultara. En las orillas de la isla, entre las ventanas de un bar de marineros, el detective descansaba. Contemplaba el anochecer por la borda del malecón. Le gustaba esa vista.
El afamado bar Nuriel era el más visitado por pescadores y mercantes. La comida y la bebida era buena, pero todos sabían que la mayoría de los hombres solo iban para observar a las chicas que atendían el local.
Por otro lado, el detective era paciente y sabio, además de guapo y galante, no tenía que beber para poder llevarse a una de las camareras a la cama. Su buena habla les fascinaba a las chicas, y su buen porte le facilitaba la tarea. Todas en el bar lo conocían. Gaspard Lombard, «El Detective de los Muertos», un tipo no muy alto, pero fornido, con cabellera negra, barba poblada y bien cortada; con mirada asesina de ojos negros y de piel blanca quemada por el sol. El sujeto era capaz de encontrar a cualquier criminal hasta debajo de una roca en lo más profundo el océano. A pesar de su baja estatura, nadie se le cruzaba en su camino buscando pleitos. A sus 46 años, Lombard ya tenía su fama ganada.
Todas las tardes iba al bar Nuriel y se sentaba en la misma ventana. Observar cómo el cielo se mezclaba con el mar le daba una satisfacción relajante. Una buena copa de coñac acompañada de un libro, lo despejaba un poco de sus labores detectivescas. Y, por supuesto, lo ayudaba a encontrarse consigo mismo. Además de acoplar situaciones y pistas para sus casos y de, quizá, llevarse una chica a su alcoba.
Pero lo que más le gustaba, era mirar a través de esa ventana. El local del bar se posaba encima del rompeolas en el malecón y el sonido suave del oleaje lo relajaba constantemente.
―¿Quiere otra copa de coñac, monsieur Lombard? ―preguntó una de las chicas del bar.
Nadia era la más atractiva y voluptuosa de todas, una rubia espectacular con enormes senos.
―No ―respondió el detective rápidamente y levantó la mano―. Hay rumores de protestas para esta noche y no me las pienso perder ―le contestó, levantándose de la mesa.
La voz gruesa y rasposa del detective les encantaba a las mujeres.
―No son rumores ―dijo Nadia, acercándose a la oreja del detective―. Mis primos irán hoy al ayuntamiento, dicen que llevarán antorchas. Es mejor que no vaya, monsieur Lombard, se pondrá peligroso ―le rogó la rubia.
―El peligro ha sido mi mejor amigo desde que nací, no puedo abandonarlo esta noche ―pronunció Gaspard, guiñándole un ojo a Nadia.
Sus respuestas ingeniosas era lo que más les gustaba a las chicas que frecuentaba. Ninguna respuesta era igual a la anterior.
―¿Ni por una mujer como yo? ―lo tentó, asomándole los senos por su escote solo para que él los viera.
―Es una propuesta casi imposible de rechazar, pero primero está el deber y después el placer. Esta noche iré a trabajar ―articuló con amabilidad, no sin antes apretarle el trasero a Nadia.
La chica sonrió y dejó escapar una risita. Luego se despidió de su mejor cliente.
Lombard tomó su sombrero y abrigo del perchero de la puerta del bar. Se sacudió antes de emprender la caminata y observó la luna llena iluminando el hermoso océano. A lo lejos, detalló el Grand Cloche, faltaban pocas horas para que regresara de Francia hacia la isla.
La gente del continente solía ser muy ególatra y despectiva, Lombard lo era al principio; ahora que vivía en Nouvelle Lune no desprestigiaba a sus pobladores, al igual que hacía la gente del continente que no considera a los isleños como franceses.
Le provocó irse a su casa, fumar de su pipa y acostarse a dormir sin pensar en muchas cosas, pero lo cierto era que los rumores en una isla vuelan más rápido que el mismo viento en las orillas. Más pronto que tarde, los rumores se volvían realidad. De camino al ayuntamiento, escuchó los murmullos de la gente. Se comentaban los males de la isla y los problemas habituales: la falta de electricidad, los molestos turistas y la gravedad de las clases sociales que se entremezclaban en la pequeña Nouvelle Lune.
Pasaron las horas y la luna se ocultaba en las espesas nubes grises, la poca iluminación de las velas de los faroles proporcionaba cierto miedo y escalofrío. La gente presentía el escándalo que se avecinaba y los inquilinos cercanos cerraban puertas y ventanas.
Los horarios del ayuntamiento clausuraban la entrada después del ocaso. Algunos empleados de la administración y limpieza se quedaban hasta altas horas de la noche, pero como los rumores llegaban a todas partes en un lugar pequeño, las puertas del edificio se encontraban cerradas con cadenas y candados.
De repente, las callejuelas empedradas se iluminaban con las llamas de las antorchas. En cada esquina se asomaban los enfurecidos ojos del pueblo, con la candela centellante en palos encendidos. Lombard nunca había visto la plaza central tan iluminada en la noche desde que se mudó a la isla. Había más gente de lo que esperaba. No pintaba bien.
Gaspard Lombard entrecerraba la vista para enfocar algunos rostros conocidos de la isla, la mayoría de trabajadores y hombres de hogar, algunos jóvenes acompañando a sus padres, como los primos de Nadia, por ejemplo. Unos llevaban palos encendidos, otros, cadenas colgando de las manos. Observó picas y tridentes de paja. La multitud aumentaba, la aglomeración impulsaba la ira y, entre gritos y desorden, comenzaron a arremeter contra el edificio.
Con los tridentes de paja trataban de quitar las cadenas de las puertas y ventanas, pero el hierro protector era demasiado fuerte para un metal barato de arado. Un sujeto gritó y pidió que trajesen arpones de marineros. La gente retrocedió a la espera, pero siguieron con el escándalo.
El edificio de estructuras griegas era fuerte e imponente. Los pilares soportarían las agresiones de los isleños. Pero no fue hasta que los vidrios de las ventanas fueron rotos por piedras, que un valiente empleado del ayuntamiento decidió salir por la parte trasera y hablarle al pueblo.