Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
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Al principio, José Arcadio Buendía era una especie de patriarca juvenil, que daba instrucciones
para la siembra y consejos para la crianza de niños y animales, y colaboraba con todos, aun en el
trabajo físico, para la buena marcha de la comunidad. Puesto que su casa fue desde el primer
momento la mejor de la aldea, las otras fueron arregladas a su imagen y semejanza. Tenía una
salita amplia y bien iluminada, un comedor en forma de terraza con flores de colores alegres, dos
dormitorios, un patio con un castaño gigantesco, un huerto bien plantado y un corral donde vivían
en comunidad pacífica los chivos, los cerdos y las gallinas. Los únicos animales prohibidos no sólo
en la casa, sino en todo el poblado, eran los gallos de pelea.
La laboriosidad de Úrsula andaba a la par con la de su marido. Activa, menuda, severa, aquella
mujer de nervios inquebrantables, a quien en ningún momento de su vida se la oyó cantar,
parecía estar en todas partes desde el amanecer hasta muy entrada la noche, siempre perseguida
por el suave susurro de sus pollerines de olán. Gracias a ella, los pisos de tierra golpeada, los
muros de barro sin encalar, los rústicos muebles de madera construidos por ellos mismos estaban
siempre limpios, y los viejos arcones donde se guardaba la ropa exhalaban un tibio olor de
albahaca.
José Arcadio Buendía, que era el hombre más emprendedor que se vería jamás en la aldea,
había dispuesto de tal modo la posición de las casas, que desde todas podía llegarse al río y
abastecerse de agua con igual esfuerzo, y trazó las calles con tan buen sentido que ninguna casa
recibía más sol que otra a la hora del calor. En pocos años, Macondo fue una aldea más ordenada
y laboriosa que cualquiera de las conocidas hasta entonces por sus 300 habitantes. Era en verdad
una aldea feliz, donde nadie era mayor de treinta años y donde nadie había muerto.
Desde los tiempos de la fundación, José Arcadio Buendía construyó trampas y jaulas. En poco
tiempo llenó de turpiales, canarios, azulejos y petirrojos no sólo la propia casa, sino todas las de
la aldea. El concierto de tantos pájaros distintos llegó a ser tan aturdidor, que Úrsula se tapó los
oídos con cera de abejas para no perder el sentido de la realidad. La primera vez que llegó la
tribu de Melquíades vendiendo bolas de vidrio para el dolor de cabeza, todo el mundo se
sorprendió de que hubieran podido encontrar aquella aldea perdida en el sopor de la ciénaga, y
los gitanos confesaron que se habían orientado por el canto de los pájaros.
Aquel espíritu de iniciativa social desapareció en poco tiempo, arrastrado por la fiebre de los
imanes, los cálculos astronómicos, los sueños de trasmutación y las ansias de conocer las
maravillas del mundo. De emprendedor y limpio, José Arcadio Buendía se convirtió en un hombre
de aspecto holgazán, descuidado en el vestir, con una barba salvaje que Úrsula lograba cuadrar a
duras penas con un cuchillo de cocina. No faltó quien lo considerara víctima de algún extraño
sortilegio. Pero hasta los más convencidos de su locura abandonaron trabajo y familias para
seguirlo, cuando se echó al hombro sus herramientas de desmontar, y pidió el concurso de todos
para abrir una trocha que pusiera a Macondo en contacto con los grandes inventos.
José Arcadio Buendía ignoraba por completo la geografía de la región. Sabía que hacia el
Oriente estaba la sierra impenetrable, y al otro lado de la sierra la antigua ciudad de Riohacha,
donde en épocas pasadas -según le había contado el primer Aureliano Buendía, su abuelo- sir
Francis Drake se daba al deporte de cazar caimanes a cañonazos, que luego hacía remendar y
rellenar de paja para llevárselos a la reina Isabel. En su juventud, él y sus hombres, con mujeres
y niños y animales y toda clase de enseres domésticos, atravesaron la sierra buscando una salida
al mar, y al cabo de veintiséis meses desistieron de la empresa y fundaron a Macondo para no
tener que emprender el camino de regreso. Era, pues, una ruta que no le interesaba, porque sólo
podía conducirlo al pasado. Al sur estaban los pantanos, cubiertos de una eterna nata vegetal, y
el vasto universo de la ciénaga grande, que según testimonio de los gitanos carecía de límites. La
ciénaga grande se confundía al Occidente con una extensión acuática sin horizontes, donde había
cetáceos de piel delicada con cabeza y torso de mujer, que perdían a los navegantes con el
hechizo de sus tetas descomunales. Los gitanos navegaban seis meses por esa ruta antes de
alcanzar el cinturón de tierra firme por donde pasaban las mulas del correo. De acuerdo con los
cálculos de José Arcadio Buendía, la única posibilidad de contacto con la civilización era la ruta del
Norte. De modo que dotó de herramientas de desmonte y armas de cacería a los mismos
hombres que lo acompañaron en la fundación de Macondo; echó en una mochila sus instrumentos
de orientación y sus mapas, y emprendió la temeraria aventura.
Los primeros días no encontraron un obstáculo apreciable. Descendieron por la pedregosa
ribera del río hasta el lugar en que años antes habían encontrado la armadura del guerrero, y allí
penetraron al bosque por un sendero de naranjos silvestres. Al término de la primera semana,