Cien años de soledad
Gabriel García Márquez
10
II
Cuando el pirata Francis Drake asaltó a Riohacha, en el siglo XVI, la bisabuela de Úrsula
Iguarán se asustó tanto con el toque de rebato y el estampido de los cañones, que perdió el
control de los nervios y se sentó en un fogón encendido. Las quemaduras la dejaron convertida
en una esposa inútil para toda la vida. No podía sentarse sino de medio lado, acomodada en
cojines, y algo extraño debió quedarle en el modo de andar, porque nunca volvió a caminar en
público. Renunció a toda clase de hábitos sociales obsesionada por la idea de que su cuerpo
despedía un olor a chamusquina. El alba la sorprendía en el patio sin atreverse a dormir, porque
soñaba que los ingleses con sus feroces perros de asalto se metían por la ventana del dormitorio
y la sometían a vergonzosos tormentos con hierros al rojo vivo. Su marido, un comerciante
aragonés con quien tenía dos hijos, se gastó media tienda en medicinas y entretenimientos
buscando la manera de aliviar sus terrores. Por último liquidó el negocio y llevó la familia a vivir
lejos del mar, en una ranchería de indios pacíficos situada en las estribaciones de la sierra, donde
le construyó a su mujer un dormitorio sin ventanas para que no tuvieran por donde entrar los
piratas de sus pesadillas.
En la escondida ranchería vivía de mucho tiempo atrás un criollo cultivador de tabaco, don
José Arcadio Buendía, con quien el bisabuelo de Úrsula estableció una sociedad tan productiva
que en pocos años hicieron una fortuna. Varios siglos más tarde, el tataranieto del criollo se casó
con la tataranieta del aragonés. Por eso, cada vez que Úrsula se salía de casillas con las locuras
de su marido, saltaba por encima de trescientos años de casualidades, y maldecía la hora en que
Francis Drake asaltó a Riohacha, Era un simple recurso de desahogo, porque en verdad estaban
ligados hasta la muerte por un vínculo más sólido que el amor: un común remordimiento de
conciencia. Eran primos entre sí. Habían crecido juntos en la antigua ranchería que los
antepasados de ambos transformaron con su trabajo y sus buenas costumbres en uno de los
mejores pueblos de la provincia. Aunque su matrimonio era previsible desde que vinieron al
mundo, cuando ellos expresaron la voluntad de casarse sus propios parientes trataron de
impedirlo. Tenían el temor de que aquellos saludables cabos de dos razas secularmente
entrecruzadas pasaran por la vergüenza de engendrar iguanas. Ya existía un precedente
tremendo. Una tía de Úrsula, casada con un tío de José Arcadio Buendía tuvo un hijo que pasó
toda la vida con unos pantalones englobados y flojos, y que murió desangrado después de haber
vivido cuarenta y dos años en el más puro estado de virginidad porque nació y creció con una
cola cartilaginosa en forma de tirabuzón y con una escobilla de pelos en la punta. Una cola de
cerdo que no se dejó ver nunca de ninguna mujer, y que le costo la vida cuando un carnicero
amigo le hizo el favor de cortársela con una hachuela de destazar. José Arcadio Buendía, con la
ligereza de sus diecinueve años, resolvió el problema con una sola frase: «No me importa tener
cochinitos, siempre que puedan hablar.» Así que se casaron con una fiesta de banda y cohetes
que duró tres días. Hubieran sido felices desde entonces si la madre de Úrsula no la hubiera
aterrorizado con toda clase de pronósticos siniestros sobre su descendencia, hasta el extremo de
conseguir que rehusara consumar el matrimonio. Temiendo que el corpulento y voluntarioso
marido la violara dormida, Úrsula se ponía antes de acostarse un pantalón rudimentario que su
madre le fabricó con lona de velero y reforzado con un sistema de correas entrecruzadas, que se
cerraba por delante con una gruesa hebilla de hierro. Así estuvieron varios meses. Durante el día,
él pastoreaba sus gallos de pelea y ella bordaba en bastidor con su madre. Durante la noche,
forcejeaban varias horas con una ansiosa violencia que ya parecía un sustituto del acto de amor,
hasta que la intuición popular olfateó que algo irregular estaba ocurriendo, y soltó el rumor de
que Úrsula seguía virgen un año después de casada, porque su marido era impotente. José
Arcadio Buendía fue el último que conoció el rumor.
-Ya ves, Úrsula, lo que anda diciendo la gente -le dijo a su mujer con mucha calma.
-Déjalos que hablen -dijo ella-. Nosotros sabemos que no es cierto.