El noble arquideo regreso a la tierra, directo al palacio de Blenheim y ordenó a toda criatura mística entre los humanos, especialmente a los arquideos, proteger los alrededores del palacio en donde se encontraba la infante con el estigma.
Todos los custodios estaban intrigados de lo que haría con el estigma, Alec llamó a una de las humanas encargadas de la princesa y le entregó el reluciente collar.
—Asegúrense de que siempre lo lleve consigo, la princesa estará a salvo mientras mi aliento continué usurpando este mundo.
La mujer asintió y se adentró en aquella puerta de caoba. Alec asignó a varios custodios a la protección de aquella habitación y luego se dirigió a una puerta de madera con solo un custodio pisando sus talones.
En su mente solamente existía el recordatorio de que debería evitar el regreso de Heregón y cualquier peligro hacia la princesa. Pero tambien había otro tormento que llegaba a preocuparlo. Sabía que aquel peligroso demonio había sido derrotado por su abuelo, así como había escuchado mención de alguien que intentó liberarlo de la prisión impuesta.
Habían demasiados pergaminos que tenía que desempolvar antes de poder leer, pero ninguno parecía convencerlo de ser lo que buscaba.
—Dáesh—llamó al arquideo custodio que consideraba más cercano y de confianza—. Necesito tu ayuda.
Vio de reojo como el mencionado llegó a su lado. El arquideo custodio gozaba de un poco más de juventud a pesar de su fornida apariencia, tenía una impecable armadura plateada, cerca de su cintura colgaba una afilada espada resguardada.
—En lo que desee, mi señor—contestó reconociendo la superioridad de rango.
—No encuentro el pergamino—musitó concentrado en los rollos de cada estantería.
—¿Cuál pergamino, mi señor?
—No podría describirlo.
Las palabras del desesperado arquideo no ayudaban a Dáesh, pero procedió a buscar lo que fuera que su señor quisiese. Hubo cierto brillo en los ojos de Alec cuando alzó uno de los pergaminos más empolvados y lo extendió sobre la enorme mesa de mármol. Había un par de ilustraciones, lo que parecía un retrato. Un impotente trono en llamas formado por huesos con una enorme figura de piel como el carbón, con los ojos rojos como una bestia y dos enormes cuernos que emergían de los costados de su frente y daban paso a una corona en llamas. Era Heregón sentado en el trono de Sheol. Un poco más atrás, cerca de los extraños opuestos del trono se distinguían dos siluetan, pero solo el carmín de sus ojos era destacado.
—¿Quiénes son, mi señor? — preguntó Dáesh.
—Mi padre me contó de ellos: Hebelcebo y Herodías. Los descendientes de Heregón.
—¿Usted cree que intentarán usar el estigma para liberarlo?
Alec asintió. Era lo que realmente le preocupaba, la existencia de esos seres que consideraba maldita podrían ser el principal peligro hacia la princesa.
—Escuché que uno de ellos vino a la tierra hace algunos siglos, mi padre no me dio muchos detalles, pero estoy seguro de que tuvo algo que ver con el destierro de mi tío—comentó—. Por eso quiero que averigües la estancia de los hijos de Heregón.
El reflejo de la luna al lado del ventanal era espectacular, iluminaba perfectamente el bien definido rostro de Alec, otorgaba un brillo a su castaña cabellera. Tenía una mirada tan preocupadiza que conmovía a Dáesh.
—Haré todo lo posible, señor—musitó su acompañante.
Alec vio como Dáesh se retiraba a sus espaldas. No podía evitar aquellas inquietudes en su interior, la vida de la princesa humana dependía de él al igual que el futuro de la humanidad y el existir de todo. Lo primero que debía hacer era asegurarse de que los descendientes de Heregón no intervinieran e intentaran liberar a su padre con la infante. No se permitiría correr ningún riesgo, y aunque aprisionar a todos los demonios ambulantes de la tierra era lo más conveniente, las oscuras criaturas habían aprendido a esconderse entre cada sombra.
El mal presentimiento que lo consumía era algo que trataba de ignorar, estaba más que determinado a cumplir con el juramento que había hecho, y de ser posible, sería quien arriesgaría su vida por la princesa con el estigma.
Cuando salió de aquella habitación preguntó por el rey, los plebeyos habían tenido que adormecerlo para que pudiese descansar. Había una tranquilidad absorta por todo el lugar, pero las miradas reflejaban lo contrario. Aquel silencio podría desaparecer tan pronto como las noticias llegasen a los demonios fieles a Heregón.
Tan solo transcurrieron dos días más en tranquilidad cuando las almas corruptas empezaron a hostigar el palacio de Blenheim. Demonios de todas las formas y tamaños intentaban hacerse con el estigma resguardado, pero ninguno volvía a ver la luz de otra luna.
Para el décimo día, Dáesh volvió con noticias sobre su búsqueda, Alec lo condujo hacia aquella habitación repleta de pergaminos y esperó a que dijese algo.
—Mi señor, he recorrido cada rincón de este mundo y torturé a tantos seres indignos que he perdido la cuenta—el custodio parecía que se quedaría sin aliento en cualquier momento, su cabellera dorada estaba completamente desordenada y su pálido rostro marcaba bien sus facciones—. Atrapamos a un nefilim con varios siglos de su existencia y hemos descubierto algo que será la mejor noticia hasta el momento. El primero de los hijos, Hebelcebo, se a apropiado del trono del Sheol, hemos enviado espías para que averigüen sus planes, aunque me comentan que preferiría no intervenir al menos que desease perder su poder. En cuanto al segundo hijo, Herodías, fue quién escapó a este mundo con ayuda del traidor hijo de nuestra majestad Ezequiel. Fue perseguido y exterminado hace ya un par de siglos.
Las noticias le eran reconfortantes, un heredero de Heregón menos del que preocuparse, y como Dáesh había dicho, el que se había apoderado del trono en Sheol sería insensato si ayudase a su progenitor para que le arrebatara el poder que había conseguido. Sin embargo, preferiría mantenerlo vigilado. No podían atacarlo en su propio reino, pero si se atrevía a dejar el trono, los arquideos los estarían esperando y él mismo se encargaría de exterminar esa oscura alma.