Náimon caminaba a través de aquel sendero cubierto de rocas que conducía hacia Brandeburgo. La noche era helada y la única luz que permitía visualizar su silueta era provocado por la hermosa luna. Había una capa de neblina que lo ocultaba perfectamente, sus pisadas eran demasiado silenciosas, y, aunque deseará mantener esa tranquilidad en su mente, la diversidad de pensamientos en agonía le usurpaban a cada momento.
Le era frustrante, pero también deleitable. Las almas le eran un verdadero placer, habían unas más embriagadoras que otras. Todas estaban hechas para complacerle, para satisfacer su oscura esencia.
Por eso vagaba por aquel podrido mundo del que no podía escapar, le parecía tan insignificante el existir de los humanos, pero sería demasiado hipócrita viniendo de alguien que los utilizaba para poder subsistir.
Dentro de si había una opresión de insuficiencia que lo consumía lentamente, el tiempo le parecía irrelevante, pero podía percibir las vibraciones en el aire. Era una de las razones por las que no opuso resistencia y continuó aquel oscuro camino. La sangre que bombeaba los corazones humanos le indicaron que pronto estaría en un poblado, entonces se desvió del sendero adentrándose en el frondoso arbolado, no se detuvo hasta que percibió el mar salado.
Sus pupilas se dilataron profundizando las azuladas iris que cautivarían aquella agonizante alma. Observaba desde la parte más oscura de los arbolados al joven humano que sollozaba sobre la empinada roca.
Náimon percibía el frenético palpitar de aquel corazón, casi podía sentir la desesperación de aquella ingenua alma intentando acabar con su propia agonía.
Dio un paso al frente y el humano finalmente se percató de su presencia. Desenvainó la espada y apuntó a los árboles sin saber exactamente desde donde lo observaban.
—¿Quién es?
La voz le tambaleaba, apenas podía mantenerse de pie y eso le pareció desagradable al ser que lo observaba. Realmente no le interesaba lo que fuese a hacer, solo quería apropiarse de esa alma antes de ser desperdiciada como en otras ocasiones lo había presenciado. Solo podían haber tres razones por las que esas criaturas tan peripatéticas llegaban a esos extremos: riquezas, aburrimiento, o el peor de todos; sentimientos. No podía negar la satisfacción que le brindaban esas almas, le parecían más deleitables; estar al borde de la perdición.
Tuvo que dar otro paso para que pudiese distinguirlo, enseguida percibió el temor como en cada criatura que lo veía por primera vez.
—¿Acaso es mi ángel de la guarda? —musitó el humano mientras la cabellera castaña era despeinada con el frío viento.
La pregunta ni siquiera le causó gracia, la siguiente mirada no fue para demostrarle lo equivocado que estaba, sino que pretendía incitarlo a soltar los más oscuros pensamientos de su alma, los secretos más perturbadores que los humanos solían ocultar.
—¿Te parezco un ángel?
Su voz era neutra, sin calidez, sin emoción. Solo hizo estremecer más al humano. Pese al temor que absorbía aquella alma, lo tenía cautivado. Supo que podría hacer lo que quisiese con ese cuerpo y no pondría ningún tipo de resistencia, pero había algo que todavía enlazaba el alma a ese mundo.
—Yo...no tengo idea de lo que sucede...—balbuceó el humano—. Lo he perdido todo, ¡oh!, nunca perdonaré a mi amada que ha osado en traicionarme.
El viento se intensificó y arrastró algunas hojas caídas que formaron una espeluznante danza en medio de la oscuridad. Los sentidos de Náimon le permitían estar al tanto de cada cosa que sucedía a sus alrededores, no era ajeno a ninguna presencia.
"Oh", pensó con disgusto, "es patético".
El tiempo de su existencia no hacía nada más que hartarlo de los problemas humanos, le parecían demasiado ingenuos.
—¿Me librará de este pesar?
Náimon había empezado a perder el interés en aquella alma, ante sus ojos, solo era un insignificante humano dominado por su propia debilidad. Aunque se convenció de intentarlo, seducir un alma quebrada por algo sentimental era lo más sencillo de lo que hubiese querido, pero podría satisfacerse al menos por un tiempo.
Algunos de sus mechones oscuros cubrieron sus atrayentes ojos, eran demasiado cautivantes que con una mirada podía corromper cualquier alma si se lo proponía. Se acercó al humano hasta estar a un par de pies de distancia, se encorvó un poco y el humano brincó cuando lo tomó del antebrazo.
—Liberarte del pesar me será algo sencillo, aunque debo advertirte que las consecuencias pueden atraparte.
La voz parecía tan pacífica, que nadie pensaría de las intenciones con que musitaba aquellas palabras.
—Lo que sea por tal de olvidar este dolor.
El alma se estaba entregando sin ningún problema y eso le satisfacía.
—Lo olvidarás—dijo mientras el tacto en el humano generaba una mancha negra que empezaba a expandirse por todo el brazo—. Alma ingenua entregada a su destrucción.
Lo había hecho de tal modo que supo lo ignorante que siguió siendo el humano en sus últimos momentos, cuando quemó su cuerpo hasta hacerlo cenizas y le entregó el alma para olvidar algo que sería su último aliento antes de encerrarse en su propia esencia eterna.
Aquella noche atrapó al menos ciento cincuenta almas, sentía un apetito tan insaciable que no lograba tranquilizar sus propios instintos. No recordaba haber experimentado algo similar, pensó que se debía a aquella extraña alma que había visitado hace un par de días. Era tan solo una cría humana que acababa de llegar al mundo, pero quería apropiarse de esa atrayente esencia. Si no hubiese sido por el conjuro protector, la hubiese destruido en ese mismo momento. No, había sido algo más que lo detuvo.
Aunque se esforzó por olvidar esa alma, pronto se vió en los bordes de aquel inmenso palacio. Podía percibir a los arquideos enfrentarse a los otros demonios que también parecían intrigados con esa presencia. Pensó que podría apropiarse de esa alma de una vez por todas y acabar con esa insuficiencia que le consumía.