Siloh y yo caminábamos hacia la cafetería más cercana afuera del campus. Antes de llegar al establecimiento, que estaba a no menos de veinte minutos caminando desde la universidad, alcanzamos a ver a la chica llamada Shona que había visto con Nash. La chica azabache, como secretamente le había apodado, nos observó unos instantes. Estaba llorando.
—¿Deberíamos preguntar si está bien? —quiso saber Siloh. Indecisa, arqueé mis dos cejas. Y, al ver que no respondía, mi compañera me arrastró hasta que ambas nos plantamos delante de ella—. ¿Estás bien? —preguntó mi amiga dirigiéndose a la chica. Ésta levantó los ojos, observándonos con aprensión. Tenía los iris de color miel, pero lucían perdidos; se me hizo un nudo en la garganta al notar que su esclerótica estaba inyectada en sangre.
Mi primer pensamiento fue dirigido a Nash. Era capaz de amedrentar a alguien, sí, y si llevaba la ventaja emocional sobre un sujeto... la usaba sin pestañear.
—Vamos por un café, ¿quieres acompañarnos? —propuse.
Helaba en la ciudad. Shona, que apenas iba vestida con un abrigo de botones, poco adecuado para el clima, me miró con los ojos entrecerrados. Acabó por asentir y, poniéndose en pie, comenzó a caminar junto con nosotras, pero sin decir nada.
Siloh negó con la cabeza hacia mí justo cuando entrábamos en el local; había una cola enorme dentro. La mayoría de la gente traía abrigos calentitos, gorros de lana e incluso guantes.
—¿Esto es lo que hacen en un día de nieve? —preguntó Shona, mientras bebíamos el café caliente, aquel sábado tras despertarnos.
Yo la escudriñé unos segundos y dejé que Siloh respondiera.
—Es que a Penny no le gusta salir con este clima, pero yo quería tomar uno —dijo la rubia; sus mejillas sonrosadas; ambas se miraron unos segundos, y luego ella volvió la atención a mí, que sacudí la cabeza como negativa—. Mañana tenemos una reunión con mi hermano. Una especie de conferencia de ciencias.
—Ah, sí —respondió, muy jovial—. Estoy al tanto.
Conforme la oía, más me daba cuenta de por qué era amiga de Nash; era un genio. Su charla comprobó una de mis teorías respecto a personajes que podían citar libros enteros, y que quizás recitaban párrafos completos de algún ensayo rimbombante. La chica, no obstante, tenía una mirada llena de tortura, como si viviera en un sufrimiento constante e impenetrable.
Hay algo turbio en los genios, me dijo la voz insidiosa, que por aquellos días había cobrado más fuerza.
Sus virtudes, contra mis defectos.
Al terminar el café, y que ella nos contase lo presionada que estaba con la colegiatura —aún con su beca del setenta y cinco por ciento—, el trabajo y las múltiples tareas que llevaban a cabo por cursar el último año, nos encaminamos al complejo.
—¿Entonces trabajas hasta las cero horas todos los días? —pregunté, impresionada.
Shona asintió e hizo una mueca restándole importancia a las pocas horas que le quedaban para hacer sus deberes e intentar dormir, al menos para recuperar energías.
—Talvez puedan ir un día por ahí. De mi cuenta corre la primera ronda —ofreció.
Siloh y yo la despedimos afuera de nuestro edificio pues ella estaba instalada en otro que aguardaba a espaldas de las construcciones góticas de aquella parte. Nos hizo prometer que iríamos a ese bar donde trabajaba como mesera y entonces se marchó, no sin agradecernos la compañía.
—No es tan mala como parece, ¿cierto? —preguntó Siloh.
Rodé los ojos, pero me contuve de decir cualquier cosa.
Caminábamos en el vestíbulo de los dormitorios, cuando sentí un obstáculo que me impidió continuar. Lo primero que cayó el suelo fue mi bandolera, luego mi cuerpo entero besó el suelo. Un alarido salió por mi boca pues había caído sobre una de mis muñecas. Con dificultad y gracias al brazo de Siloh en mi cintura, me erguí, pero el dolor no disminuyó.
—Generalmente, cuando una persona normal camina, se fija por dónde lo hace —chilló una voz a la que me costaba reconocer.
Le lancé una mirada furtiva, pero ella no se inmutó. Sino que continuó riéndose.
—Generalmente, cuando una persona normal hace estupideces, se disculpa —dije, sin apartar la mirada de la suya.
Siloh intentó jalarme del brazo, pero yo necesitaba saber en dónde había visto a la tipa que medía algunos diez centímetros más que yo, usaba pantalones que dudé que le dejaran circular la sangre y una blusa con un escote prominente.
—Imbécil —masculló.
Yo me giré sin poner atención a los demás insultos que exclamó en mi contra. Su voz me era muy familiar...
—Cristin es un tanto insoportable —aludió Siloh.
—Claro. La muy hija de perra —murmuré, recordándola.
A mi lado Siloh esbozó una sonrisa.
—Era novia de Nash hasta hace como dos años, por lo que sé. Es la última chica con la que tuvo algo importante —agregó.
—No entiendo cómo te enteras de tantas cosas, Siloh —le espeté.