Dos semanas más tarde de casi sufrir un colapso mental, me había acostumbrado a la mirada de Nash en mí siempre que estábamos en literatura. Faltaba tan poco para poder obtener la carta de recomendación, que me suponía un éxtasis inigualable. Y Nash era muy consciente de ello.
Clarisa explicaba un tema sobre Madame Bovary y las discrepancias que tenía la gente en contra de la novela. Yo la había leído hacía no mucho porque, de hecho, existía un complejo en honor de Emma, la protagonista. Era algo así como… vivir en una ilusión eterna alimentándote de tu imaginación.
Por supuesto, en literatura era inútil hablar de que el complejo —también llamado complejo de Quimera— les daba a las personas con una realidad fastidiosa. Tanto, que preferían vivir en otro mundo; mintiendo, taponando sus sentimientos y poniéndoles parches hasta que fueran una gran masa de mentiras.
Suspiré, cansada de encontrar en aquellos personajes similitudes con mi comportamiento. Ni siquiera fui consciente de Nash, hasta que su olor me inundó las fosas nasales. Lo miré de soslayo y me removí en mi lugar.
—Clarisa no tiene idea de lo que era Emma en realidad —musitó a mi lado—. Está navegando en la superficie de su historia.
Me permití mirarlo un segundo. Solo uno. Y, después de respirar y sugerirme internamente paciencia, volví la vista al frente, a donde la profesora escribía lo que Flaubert había hecho con esa obra de realismo. Una crítica a la sociedad dividida en tres partes…
—¿Y qué era? —pregunté en voz baja.
Sentí un remolino en el pecho. Junto a mí, mirándolo con desdén, pude ver que Nash enarcaba una ceja y me estudiaba con gesto crítico, antes de decir—: Un paradigma. Un retrato. Una ilusa —Sacudió un poco la cabeza y continuó—: Una cobarde.
En eso estaba de acuerdo, pero no se lo dije. La clase continuó, y él se quedó en silencio alrededor de quince minutos. Para mí, en su presencia, el tiempo no tenía nada de relativo.
Hice unas anotaciones para lo que Clarisa sugirió que leyéramos. Y, cuando miré hacia Nash, él también me observaba.
—Cristin hará una escena si te ve cerca de mí —le dije.
Él hizo una mueca. Entonces, tras inspirar profundo, espetó casi como si lo dijera para sí mismo—: Dice que puede hacer que te olvide. Y yo le pedí que lo intentara, pero lo cierto es que tus caricias se me han quedado en la piel como cada cicatriz. —Me miró por el rabillo del ojo, su rostro embargado de algo desconocido—. El diablo sabe cuán caro me va a salir esto.
En ese momento, Clarisa preguntó por un ensayo que nos había pedido la semana pasada. Me levanté para entregárselo, y cuando volví a mi asiento, Nash estaba poniéndose de pie. Con toda la seguridad del mundo, mientras los demás alumnos salían del aula y reportaban sus ensayos con la profesora, se acercó a mí. Recogí mi bolsa escolar y me la colgué del hombro.
—Mi edificio queda más cerca que el tuyo. —Sus ojos repasaron mis labios, y luego se posaron en los míos—. ¿Me acompañas?
—¿Para qué? —pregunté.
—Para besarte. Para tocarte. Para hacer lo que quiera y lo que tú me permitas.
—Pues no, entonces.
Le imprimí convicción a mi voz, pero solo conseguí que sonriera.
—Ven. Te espero —dijo.
Estábamos cerca. En mitad de uno de los dos pasillos de la sala. Solo Clarisa había permanecido en el aula para ese momento. Aunque yo sentía que allí no había nadie más que nosotros dos.
Hice un ademán para acomodarme el cabello. Nash comenzó los escalones.
Al alejarse de mí, yo vi perfectamente cómo aplastaba, con el imán oscuro de su alma, el último trozo de esa realidad en la que estaba ahogándome; mi interior se encogió de puro dolor. Mi corazón rugió bajo mis costillas. Las manos me temblaban.
Todo mi cuerpo clamó por ese magnetismo, el sentido opuesto a mi seguridad.
Enfoqué mi pensamiento en él y Cristin juntos. Pero no funcionó.
Porque la herida está abierta.
Seguí el rastro de su olor, el halo de pedantería que dejaba detrás de sí. Me abandoné a la oscuridad por completo y sentí claramente cómo me fundía en el color del infierno.