Aquella tarde en la que Fred me dijo que no podíamos seguir juntos, descubrí que estaba cansada de ser un cartón con pies, y tuve ganas de tomar una decisión descabellada. Durante los primeros meses en la universidad, Nash se había comportado como esa decisión que atrae, pero que ninguna persona cabal quiere tomar por miedo.
Al qué dirán, al riesgo, a todo lo que promete una mirada como la suya.
La mirada de Sam no me causaba ningún desasosiego, y estas semanas se había convertido en el ancla de la que no quería soltarme. No hacía insinuaciones y se limitaba a preguntarme cosas de las que a mí me gustaba hablar. Por ejemplo, mi carrera. La atención que Sam me prestaba —la manera en la que preguntaba si el estrés no me estaba consumiendo poco a poco— era mi analgésico.
—Es desgastante —sonrió. Caminábamos por el campus; el edificio de la escuela de psicología se levantaba a no menos de cien metros; Sam estudió su largo unos segundos, y luego volvió a mirarme—. Pero siempre he creído que así es mejor. Yo no haría algo que no me gusta. Mi madre lo entendió al final.
Me reí también. La madre de Sam había dudado mucho de la carrera que eligió Siloh. Para ella hubiera sido mejor que estudiase algo referente a los negocios. Pero Sam era muy bueno respecto a esos temas: porque acabó por convencer a su progenitora de que aquello no era lo mejor para su hermana.
Así entendí que aquel era un poderoso motivo por el cual Siloh le guardaba tanto respeto.
—A mi madre no le interesa lo que elegí —dije cuando él me preguntó acerca de la actitud ausente de mamá.
Si hubiera sido otra persona, habría fruncido las cejas como reprimenda por entrometerse en algo tan privado (algo de lo que a mí no me gustaba hablar en lo absoluto). Pero como era Sam la plática se me antojó relajante. Incluso mi mente se aligeró al grado de que me embargó la paz y un sentimiento de añoranza.
—A lo mejor deberías hablarlo con ella —murmuró Sam.
En mitad del amplio jardín que se extendía a lo largo y a lo ancho de los terrenos del campus, me detuve a examinar la expresión seria de Samuel Mason, cuyo semblante no permitía entender si era broma o si de verdad creía que con una charla madre-hija los problemas, el abandono, y la frialdad de todos esos años se iban a terminar.
Él se cruzó de brazos, desafiante, al reconocer mi cara de irritación.
—Y ya que tienes una opinión al respecto, ¿qué tendría que decirle para que ella recuperara la memoria y pudiera hacerse a la idea de que los hijos no subsisten solo con dinero?
—¿De verdad la necesitas tanto? —preguntó.
Lo observé mientras se sentaba en una banca. No cambié mi postura ni intenté mirar más allá de lo obvio. Probablemente lo que Sam trataba de hacer era que no me pesara la ausencia de mi madre, pero lo que él no sabía era que esa etapa de niña me había aplastado hacía muchísimo tiempo.
Tal vez no era la única que vivía una situación semejante, pero sí sabía que era de las pocas que se armaban de valor para encontrar una salida.
Hice un par de aspiraciones profundas hasta que conseguí evadir el enojo en contra de mis propios deseos. Quería, en efecto, hablar con mi madre y explicarle por lo que estaba pasando.
Pero no hace caso nunca.
—Muchas personas matarían por tener la independencia que tú tienes —dijo Sam.
—¿Tú, por ejemplo? —me interesé.
Luego de sacudir la cabeza, Sam respondió—: Nash, por ejemplo.
La mención de su nombre envió lo que quedaba de mi buen humor lejos, quizás hasta Argentina. Sam se había recargado por completo en la banca y yo estaba sentada de manera que pude colocar mis manos en el regazo.
Mis palmas sudaban por los nervios. Pero la congoja por recordar que hacía casi un mes que no veía a Nash, ni siquiera en las clases de literatura, se hizo presente no importó cuánto de mi empeño pusiera en tratar de evitarlo.
Sam era consciente de que hablar sobre él a mí no me causaba cosas buenas.
—Nash… —susurré—. Dudo mucho de que alguien pueda ejercer un control sobre él.
—Eso lo dices porque no conoces a su familia; particularmente a su padre —dijo, con los labios curvados en una sonrisa irónica—. Lo conozco hace mucho. Sé por las cosas que el tipo lo hace pasar. Me imagino que te das una idea.
Antes, Sam ya me había contado sobre el supuesto asesinato de la madre de Nash. Pero no sabía en lo absoluto nada del padre. Dado el comportamiento de Nash, y por mis conocimientos, me di cuenta de que muy pocas veces había contemplado la idea de que continuara bajo el insuflo del poder de alguien.
En silencio, hundida en aquella consideración, sostuve la mirada en el atardecer que se desdibujaba frente a mis ojos.
—Las cicatrices —musité. No quería hablar de eso precisamente con Sam, pero su rostro impávido y sus ademanes estoicos, me dieron luz verde para continuar—: ¿Él se las hizo?
Sam me dirigió una mirada calculadora. Sus ojos entrecerrados y los labios apretados en una línea demasiado fina, fueron un aliciente para mí. Él sabía muchas más cosas acerca de la Calamidad. Cosas intrigantes y, por lo visto, horribles.
—Por lo que sé —suspiró al fin—, Eíza Singh nunca ha tenido todos los tornillos puestos en su lugar. Y Nash tuvo que lidiarlo. O, mejor dicho: Nash ha querido lidiarlo una vez que faltó su madre. Hubo una ocasión en la que le partió la ceja tras forcejear en la habitación; no se había tomado el medicamento. —Negó con la cabeza, como si estuviera recordando la escena—. Siempre me dio la impresión de que el sujeto estaba enfermo. De que tenía una especie de apego raro con su hijo, como si no quisiera dejarlo ir. —Miró hacia arriba, dubitativo. Tras inhalar hondo, se arrellanó en su lugar y volvió a mirarme.
—Es un abusador —mascullé, consternada por las declaraciones—. Me pregunto por qué su familia no le ha prestado ayuda.