Cristin era una de esas bravuconas que suelen encontrarse en lugares muy íntimos: te esperan hasta que estás sola. Podía escuchar sus chistes acerca de mí, mientras me bañaba. Las otras chicas, un par solamente, se limitaron a reír cada uno de sus chascarrillos.
En mi interior vibraban las emociones apretujándose las unas con las otras. La regadera del baño seguía con su flujo de agua, que se deslizaba por mi piel muy rápido. No quería salir a enfrentarme con aquella persona; podía sentir lástima por ella. Parecía que le faltaba mucho por superar a Nasty.
Y yo, pensativa, traté de verme a mí misma frente a un espejo de recuerdos.
¿Me escucho como ella cuando trato de justificar las acciones de Nash para conmigo?
No conseguí interpretar mis propios pensamientos; cada día dormía menos, y cada día me preguntaba más si era una obsesión o un apego emocional destructivo, que no eran tan diferentes el uno del otro. Sin embargo, tenía mezclados los que eran sentimientos sanos con aquellos que causan dolor de cabeza.
Nash no necesitaba mi ayuda o, mejor dicho, no la quería. Y estaba determinada, a pesar de ello, a demostrar que no era dueño de sus acciones como la mayoría de la gente pensaba. Para eso estudiaba materias versadas en las personalidades.
Las risas se detuvieron y el sonido del habla humana fue acallándose poco a poco, mientras el correr del agua en la regadera emitía el mismo repiqueteo en el suelo. Cerré la llave y tomé la toalla que había dejado colgando del percho.
Luego, tras secarme el cuerpo y anudarme el cabello, me puse la ropa que había llevado para poder irme a la cama. El calor de mayo se intensificaba conforme junio nos pisaba los talones. Pero mis extremidades se helaron apenas abandoné la regadera. No había un alma en las otras duchas.
A punto de salir del baño, la figura de Cristin se cruzó en mi camino. Era guapa de una forma extravagante. Tenía un pirsin diminuto en la nariz, y el cabello lo llevaba amarrado en un moño descuidado arriba de la cabeza. Su vestimenta consistía en un pijama de color negro con notas musicales en el pecho. Y, por si fuera poca toda la imponencia que emanaba, medía probablemente quince centímetros más que yo.
Era tan alta como Nash. Y se la veía igual de siniestra…
—A las cucarachas también les gusta salir más de noche —dijo, cruzándose de brazos.
—Estorbas —me limité a decir.
Entorné los ojos cuando ella hizo una reverencia en mi dirección, pero al pasar por su lado, sujetó mi hombro con una de sus manos. Nuestras miradas, luego de enfrentarse durante varios segundos seguidos, se clavaron en los detalles más notorios de las facciones de la otra.
Y ese era mi espejo; yo busqué en ella las cosas que Nash le veía, y era muy seguro que ella estuviese buscando las cosas que la Calamidad encontraba atractivas en mí. No obstante, al apartar la vista y desviarla hacia el pasillo, me vi en la necesidad de carraspear para que hablara de una vez o me dejara ir.
—A ti solo te vienen los golpes duros, por lo que veo —señaló la chica—. ¿Alguna vez Nash te dijo por qué terminamos? —preguntó, soltándome.
—No —dije.
Esa era la verdad. El que me había relatado el motivo de esa ruptura había sido Sam, no Nasty. Por lo que, frente a Cristin, me sentí ligera como una pluma. Por primera vez en mucho tiempo acababa de salir de una interrogante que me estrujaba el pecho, sin haber tenido que mentir.
—Claro que no te dijo —se rio ella—. Si no vales tanto la pena como para contarte algo así. Y apuesto a que de su boca no ha salido ni una declaración sobre su madre, ¿me equivoco?
Tuve que parpadear para ahuyentar el escozor de mis ojos. Cristin chasqueó la lengua al ver que no respondía, y quizás con ello comprendió que no podía hacerlo. Su cara adoptó un gesto de burla y yo decidí no quedarme para ser su bufón.
Mientras me dirigía a mi cuarto, enumeré las veces que le había preguntado a Nash sobre su familia. Habían sido muy pocas; y, sinceramente, siempre había tenido una extraña sensación de asfixia cada vez que se mencionaba el tema. Sam, por estos días, no hablaba más de él.
Yo todavía lo pensaba mucho. Mis sueños más turbios tenían que ver con sus cicatrices, con las marcas de su alma que no había podido ver. Era parte de mi imaginación más mórbida. Nash se había convertido en la pesadilla más tangible de mi existencia.
Era como tener los pies metidos en un pantano. Todos me sabían allí, pero yo no podía estirar las manos para intentar superarlo.
En cuanto cerré la puerta de mi habitación detrás de mí, tomé mi teléfono, y le envié un mensaje a mi madre preguntándole si tenía planeado venir pronto.
Sam me había dado el consejo de que hablara con ella, pero yo había estado renuente al respecto; quizás por orgullo, quizás porque pensaba que, si le cedía un poco de control sobre mí, de nueva cuenta perdería la independencia en la que podía regocijarme ahora.
Pero, ¿de qué me ha servido toda esta libertad si mentalmente estoy hecha polvo?
Rendía en las materias tan solo porque me metía de lleno en lo presencial, pero sabía que mi empeño no estaba al cien por ciento como en un inicio. ¿Y a quién iba a culpar de eso? ¿A Nash? ¿A mi madre?
Era perfectamente capaz de reconocer que tenía un problema de autoestima, y que tal vez debía de hablar con un psicólogo o con alguno de mis profesores que poseían doctorados incluso en las más altas ramas de la psiquiatría. Yo sabía qué cosa hacer para ir por un camino correcto, pero no tenía fuerzas de voluntad para llevarlo a cabo.
Siloh dormía a sus anchas en la cama. La luz de su lámpara se encontraba encendida, así que antes de apagar la mía después de haberme secado el cabello, también apagué la de mi compañera.
Ya metida en la cama, y arropada solo con las sábanas, sentí que mi teléfono vibraba en la mesa. Me erguí para agarrarlo y leí el mensaje en mitad del cuarto oscuro.