Me acurruqué entre mis sábanas. Sam estaba sentado a mi lado, y me extendió un vaso con agua. Aún tenía una pequeña mota de algodón empapado con alcohol entre los dedos. Al terminar de beber, me lo devolvió y yo me lo puse debajo de la nariz un instante.
Cerré los ojos completamente. Me hice un ovillo en la cama y percibí cómo la mano de Sam acariciaba mi espalda para aliviar mi estado. No paré de llorar: lloraba porque estaba muerta de miedo, porque dos de los profesores que acababan de irse después de hacerme un sinfín de preguntas, me habían dicho que nadie sabía quién era el responsable.
El muchacho que realizó la entrega de la caja, cuyo interior albergaba la cabeza de un gato degollado, se limitó a relatar las cosas tal como me las había dicho a mí. Les señalé que al único que vi en la salida de la biblioteca antes de entrar, había sido a Nash, pero el mensajero dijo que no se trataba de él, sino de un hombre maduro con aspecto desaliñado.
—¿Quieres que le llame a tu madre? —preguntó Sam, arrodillándose junto a la cama para estar al nivel de mi rostro. Puso la mano en mi cabeza y acarició mi cabello—. Tendría que darse cuenta de esto, Pen. No ha sido una broma común.
No. No había sido una broma común. Era una broma del estilo de Nash; oscura, perfectamente profunda, y capaz de hacerme perder el conocimiento. Todo ese tiempo no había hecho otra cosa más que descomponer mi lógica; ahora yo estaba segura de que era el autor de aquella atrocidad.
O bien habría podido ser Cristin…
—Tal vez Cristin también tiene que ver con esto —musitó Siloh, que se adentró en la habitación—. Ten —Me entregó una aspirina y Sam se volvió para darme otra vez el vaso con agua.
Con su ayuda me incorporé en la cama. Traía puesta solo una blusa de tirantes y uno de mis shorts de pijama. Así que recorrí la sábana —delante de Sam me sentí más desnuda de lo que en realidad estaba— y me cubrí hasta el pecho. Él no se inmutó con mi ademán, sino que se limitó a mirarme.
Regresó a sentarse en la cama, al tiempo que la puerta era aporreada otra vez.
—¿Qué sucedió? —Sam le preguntó a Dary, que se agachó hacia mí y depositó un beso en mi cabeza.
Traía consigo un aspecto deplorable. No me dio buena espina que susurrara.
—Quiero escuchar todo lo que dices —lo reprendí.
Él se dejó caer en la cama de Siloh, llevándose las manos a la cara para cubrir, al menos por unos segundos, el cansancio del que era víctima. No sabía qué hora era. Pero hacía ya mucho que había despertado del letargo. La enfermera del campus me acababa de revisar y calificó mi desmayo como un daño colateral.
Mi primo se había ofrecido para hablar con los profesores y con el rector a cargo. Y ahora se lo veía tan contrariado como si hubiera perdido un caso importantísimo…
—Ellos no harán nada, Penélope —sentenció—. Este tipo de… eventos, no benefician la reputación de la universidad. E insistieron en que siempre estés acompañada.
—¿Así nada más? —se extrañó Sam—. Pero…
—¡Ya sé! ¡Y se los dije! —bufó Daryel, estupefacto.
Sentada en mi cama, analicé minuciosamente lo que estaba ocurriendo. Denunciar aquello era mi única opción. Y denunciar captaría la atención de las autoridades de la ciudad, además de que los ojos se centrarían todavía más en mí; no solo de mi campus, sino de todas las escuelas pertenecientes al colegio.
Agaché la mirada y, con la espalda pegada al respaldo de la cama, me abracé a mis piernas sin descobijarlas. Sam me miró moverme, pero luego volvió a ver a mi primo. Ambos me impresionaron cuando comenzaron a charlar acerca de con quién podían hablar para resolver aquello de manera privada.
Para que a mí no me afectaran las circunstancias.
Dudé de que me pudieran afectar más. Si algo tenía claro, era que no iba a poder olvidar ese momento; la sangre, el olor nauseabundo, el moño gris.
—Como sea —se quejó Sam, restregándose los ojos—. Voy a revisar mi horario y a tratar de no irme muy lejos. —Le echó un vistazo a su reloj de pulsera—. ¿No crees que sería mejor que te mudaras fuera del campus? —me preguntó, volviéndose.
Lo estudié durante unos minutos. No parecía mala idea y, aun así, no pude responder.
—Podríamos arrendar un departamento juntas —dijo Siloh—. Para…
—No quiero mudarme —musité, con tono demandante.
Algunas miradas se posaron en mí, confundidas, pero la de Sam me infundió un sentimiento de ira. Había recriminación en su gesto, como si se hubiera permitido cuestionar mi decisión. O tal vez era que no quería que se preocupara por mí. Ya me sentía abrumada. Su presencia solo me vulneraba más: porque era perfecto, con todo y sus errores; estaba aquí, dispuesto a echarse en los hombros una carga que no le correspondía, gracias a mis decisiones.
Mis malas decisiones que eran como una sombra.
En ese momento, Daryel se irguió y caminó hasta mí. Con una mirada reprobatoria, examinó mi cara y se quedó, en silencio, pensativo. Daba miedo cuando se colocaba en su papel de hermano-postizo-sobreprotector. Pero también me hacía sentir querida, sin importar que no fuera a menudo.
—Por favor —dijo—, dime que estás dispuesta a denunciar.
Para que no viera mi indecisión, pestañeé hasta que mis ojos lagrimearon. Sam se puso de pie, dándome la espalda, y caminó hacia la puerta.
Dary negó con la cabeza, incrédulo.
Pero, ¿qué querían que les dijera?
Una parte de mí me decía que le pusiera punto y final a aquel capítulo de terror en mi vida, pero la otra, una parte que seguía febril y enganchada a un puñado de sentimientos insanos, esa parte me advertía que si hablaba… entonces construiría un verdadero muro irrompible entre Nash y yo.
—Date cuenta de lo que ocurre, Penélope —dijo Siloh, su típico tono maternal y paciente para conmigo—. No hay persona que se merezca algo como lo que te hicieron. Ha sido horrible. No te quedes de brazos cruzados.