Apoyé la espalda en la estantería. Los cuchicheos de Nash y Clarisa se oían a mis espaldas, un par de metros alejados. En silencio, mientras respiraba de manera entrecortada y trataba de procesar la declaración que había oído surgir a través de los labios de mi antigua profesora, elevé una plegaria a un dios que no conocía, pero del que siempre escuché hablar.
Dos años de mi vida se me habían escurrido de las manos como fideos. Pensando, ilusamente, en cuántas veces besé a Nash después de que la docente le mostrara mis trabajos. Clarisa no le podía doblar la edad en lo absoluto, pero se había prestado a hacer una tarea que rondó lo enfermizo.
De labios de la mujer que seguía impartiendo clases en la facultad de Artes, oí espetar una confesión que yo nunca me habría atrevido a hacerme frente a ningún espejo. Mi primer impulso fue enfrentarlos. Pero, en cambio, todo lo que conseguí hacer fue contener la respiración y esperar a que se marcharan. De ninguna forma hubiera querido escucharlos. Porque acababan de remover el pasado con la mayor brutalidad posible.
Crucé el pasillo rodeado de estanterías que a punto estaban de rozar el techo. Las luces no eran lo bastante nítidas como para que la gente notara mi cara llena de espanto, pero mi cuerpo no parecía responder a mis ganas de ignorar las palabras que había escuchado.
—No se trata solo de Penélope —había dicho la profesora—, sino de tus actos. Tus actos que también me involucran a mí.
Y Nash le había respondido—: Nadie te va a imputar cargas que no te merezcas. Al fin y al cabo, era tu alumna, y yo algo más que tu alumno.
Pero eso no había sido lo peor de todo.
No.
Lo peor vino cuando oí que la mujer suspiraba. Desde mi lugar a un lado del librero que los cubrió de mi presencia, fui consciente de cómo susurraban cosas que solo dos personas que se conocen íntimamente son capaces de comprender.
—Las cosas que va diciendo Cristin nos afectan a los dos —dijo Clarisa, por último—. Si habla, como me amenazó, tu carrera y la mía se van al caño.
Los pasos de ambos se alejaron en direcciones contrarias. El caminar de Nash era inconfundible. Largo, pesado y pedante. Como el de un león en la sabana. Por el contrario, los de la profesora, apenas si habían hecho ruido.
Dentro de mi pecho, el corazón me golpeteó con fuerza, lanzándome una señal de peligro. Traté de asir las manos a un nivel de la estantería, pero me temblaron los dedos, así que me llevé la palma a la frente y caminé en dirección contraria de las mesas de estudio.
Junto a una de las copiadoras, la imagen de Siloh —que llevaba fuertes ojeras debajo de los ojos—, se colocó delante de mí, ceñuda. Esbocé una sonrisa que se resquebrajó en cuanto entendí la implicación de lo que sabía.
—¿Qué? —inquirió mi compañera.
Por esos días, dos semanas después de haber ingresado al nuevo ciclo en la universidad, la actitud de Siloh había sido muy gruñona, distante y evasiva. No la culpaba. Las cosas con su madre habían terminado muy mal. Más porque Sam se puso en medio de las dos y decidió inclinar la cabeza sin saber qué hacer.
Salvo apoyar a su hermana.
De modo que, al no estar mi mejor amiga, mis días en las playas de California se habían reducido a una larga y extensa explicación a Sam sobre cómo había sido estar en una terapia. Incluso le conté qué hice en los días libres, cuando mi madre trataba de estar lo más cerca que se pudiera, dadas sus ocupaciones.
Y, entonces, pude confiar en mí misma mientras estaba alrededor de Sam.
—Se me revolvió el estómago —me justifiqué. Inspeccioné las facciones finas de Siloh y admiré el tono cada vez más pálido de su tez—. ¿Y tú? ¿Ya terminaste? —pregunté.
La vi negar con la cabeza. Cuando alzó la vista, alejándola del escáner de la copiadora, clavó la mirada a mis espaldas y frunció más las cejas. Observé cómo se le contraían los músculos alrededor de la boca, que apretó hasta que no fue más que una simple línea de carne.
No quise mirar hacia atrás.
Ya sabía qué había allí…
—Acabo de escuchar cómo Clarisa le dijo a Nash que estaban metidos en un lío por culpa de Cristin —susurré, acercándome un paso a Siloh. El semblante de ella, hasta ese momento indiferente para mí, adoptó un tono furtivo, casi de advertencia. Sus ojos azules me miraron, buscando hilaridad en mí—. A lo que oí, Cristin, por algún motivo, quiere sacar a relucir quién, cómo y por qué me tomó aquella foto —le dije, un nudo en la garganta.
Había sujetado su antebrazo sin darme cuenta. Mi voz era apenas audible. Confirmé que mi cara era de susto cuando ella negó con la cabeza, aturdida y se pasó los dedos por el fleco.
—A lo mejor te vieron, Pen —dijo. Ella se me adelantó antes de que pudiera replicar—: Ya casi termino. Ahora nos…
—Espera un segundo —la interrumpí—, ¿estoy entendiendo mal o tú piensas que imagino cosas?
Siloh puso cara de circunstancias. Aquello no podía significar otra cosa que un sí fulminante, y en consecuencia abrí los ojos, impresionada.
—No creo que imagines cosas —sentenció. Cerró la tapa de la copiadora y, apilando su investigación, emitió un gran suspiro—. Lo que creo es que Nash es un simple y entero hijo de puta. Lo comprobamos con lo del gato, la foto y el haberse quedado en la maldita universidad. —Se volvió a mirarme—. A mí me parece que quiere torturarte tanto como tú se lo permitas.
Tragué saliva, consciente de que, lo que ella decía, podía ser real.
O también podía ser una exageración.
—Estoy diciéndote que mi profesora se prestó para que Nash pudiera acercarse a mí —gruñí.
—Ya pasó mucho, Pen —repuso la chica.
Meneé la cabeza, a la espera de poder interpretar bien lo que quería decirme sin explicar nada.
—Pudo haberle dado mis notas. Todo lo que escribí siempre tuvo que ver con mi madre, y cada vez que Nash estaba… —Siloh me observó, tal vez para que yo cuidara muy bien mis palabras. Para ella, era muy desagradable que mencionara aquella etapa llena de neblina y sexo—. Cada vez que estuve con él, no paró de decirme que éramos iguales.