Siloh entornó los ojos cuando vio que me levanté de la cama y caminé hasta el umbral de la puerta. Mientras pensaba en cómo reaccionar delante de aquella bruja, me pregunté si acaso podía ser más cínica. Llegué a la conclusión de que sus capacidades empáticas eran muy limitadas.
En mi caso, quedaron reducidas al desprecio.
—No quiero oírte —le dije, y sujeté la puerta con la mano izquierda. Siloh se retiró a un lado al tiempo que se abrazaba a sí misma—. Ya te puedes ir al infierno…
—Esto te interesa —replicó la muchacha, que ya era una mujer entrada en los veinticinco años también.
Permanecí examinándola por lo que fueron largos minutos. Los pasos de Siloh y su posterior ruido al acostarse en su cama, acompañaron al ronroneo de mi respiración y me ayudaron a espabilar.
—Nada que puedas…
—¿Te acuerdas de esto? —me interrumpió.
De la pequeña bolsa interior de su chaqueta café, sacó un papel mate arrugado. Al darle vuelta para ponérmelo frente a la cara, la sangre se me acumuló en las mejillas y la frente. Admiré la foto en sus manos y cerré los ojos. No iba a dejar que aquel pedazo de escarnio me cayera encima como si tuviera parte o suerte en mi vida actual. Así que pestañeé, respiré profundo y le dije—: Cómo olvidarla. ¿La tienes para recuerdo?
—La tengo porque me quedé con ella después de subirla a internet —sonrió Cristin.
Ese día no quise hablar con nadie. Las dos primeras horas me acurruqué en el cuerpo de Sam y dejé que me contara sus mentiras; dejé que me dijera las cosas que quería escuchar. Luego, en mi habitación, pasé una de las peores noches de mi vida.
Entre pesadillas y recuerdos, decidí que no estaba lista para enfrentar a la sociedad. Tal vez esa fue la primera elección que tomé para alejarme de mis problemas. Quizás no fue lo más sano, valiente o correcto, pero ¿quién me podría asegurar que incluso Cristo, antes de ser llevado al pretorio, no tuvo miedo?
—¿Y? —insistí.
Cristin chasqueó la lengua contra los dientes.
—Que no fue Nash quien la subió —repuso, las cejas hundidas hacia el tabique de la nariz—. ¿No escuchaste?
—Te escuché, pero no me importa —mentí.
—Mentirosa —refunfuñó la chica, apoyando el hombro en el marco de la puerta—. Mira, Penélope, yo solo vine a dejarte en claro que…
Como se había dado la vuelta, aproveché para empujar la puerta lo más fuerte que mis manos me lo permitieron. Observé, muda, la madera libre de marcas.
Regresé a la cama, el corazón palpitándome en el pecho.
—Aquí hay gato encerrado —dijo Siloh. Se había levantado de su cama y ahora estaba sentada en la mía, frente a mí—. Dijiste que Nash y Clarisa hablaban de una supuesta amenaza de Cristin. ¿Qué clase de…?
—Están locos los dos —susurré tras suspirar—. No quiero que me incluyan en todo esto.
—¿Entonces? —se interesó mi compañera.
Después de meditar las extrañas circunstancias, me eché de espaldas sobre la cama y pasé varios minutos con la vista clavada en el techo. La luz del día comenzó a apagarse paulatinamente mientras yo deambulaba por los oscuros y retorcidos pasillos de mi imaginación. Aunque lo intenté con todas mis fuerzas, no pude alejar de mi pensamiento el raciocinio de que aquella visita estaba ligada al asunto de la biblioteca. Pero no se lo dije a Siloh. No quería que se preocupara por mí.
Me hice a la idea —traté— de que Nash no se molestaría en tomar aprecio de mí si estaba en problemas con su expareja, o lo que fuera que fuese Cristin de él. Fingiendo indiferencia delante de mi mejor amiga, me vi envuelta hasta el cuello en remordimientos.
—Tal vez es mejor que le cuente a mi madre —dije. Miré a Siloh por fin y negué con la cabeza antes de agregar—: O hablar con Clarisa primero…
—Ni lo pienses —comentó Siloh—. Esto… ¿qué relación tiene con Nash, de cualquier modo?
Yo no tenía idea. Suspiré varias veces mientras cavilaba cómo decirle a mi madre que una persona de mi pasado quería revolver brasas en mi estómago. También me plateé la idea de decirle al decano sobre la visita de Cristin. Pero, por desgracia, mi currículo frente a él no era muy conciliador ni creíble.
La única probabilidad certera que poseía, era que los cuchicheos de Nash habían sido ciertos: Cristin se traía algo entre manos. Y, aquella tarde, me había dejado en ascuas: me fue imposible no preguntarme por qué motivo Nash seguía atribuyéndose la culpa sobre la fotografía. Acabé suponiendo que, de alguna manera, había sido su forma de mantenerme a raya en su vida.
El timbre de mi celular me sacó un respingo. La mirada de Siloh se clavó sobre mí, airada. Pasados unos minutos, luego de acabar de acomodar mis útiles lo bastante lejos de mí —en la mesa de estudio que se encontraba junto a la cama de Siloh—, por fin me atreví a leer el texto que me había llegado.
Era de un número desconocido, con la imagen de mi foto. Cuando entendí que era Cristin, me limité a observar la que antes había sido la manera más contundente de atraparme. En esta ocasión, cerré el mensaje, abandoné el teléfono en la mesa de noche y continué con mis tareas.
*
Encontré el ejemplar de Los Miserables escondido en uno de mis cajones de la cómoda, hundido debajo de tomos pesados de psicología. Shon se aproximó a mí, agachándose lo suficiente como para examinar el lomo del libro. Yo me encontraba sentada en el suelo tratando de encontrar un antiguo ensayo que le había valido a Clarisa como pretexto para clavarme con más trabajo innecesario.
Según ella, mi personalidad era demasiado desprendida, pero ahora entendía que sus intenciones habían estado lejos de lo profesional.
—¿Estás segura de que no sabes qué relación hay entre Nash y Clarisa? —le pregunté a Shon, que parpadeó varias veces.
Negó con la cabeza mucho tiempo después, como si quisiera ignorar su propia consciencia.