—Tengo ganas de salir corriendo —le dije a Sam, sin moverme un centímetro.
Él enderezó la espalda y se cruzó de brazos, aguardando a que la mujer de la limpieza acabara con nuestra habitación. Había quedado hecha un desastre.
—No durará mucho —respondió.
—Pero igual quiero largarme de aquí, así que, por favor, dime que no tienes intenciones de irte —farfullé; abrí los ojos por completo.
Un profesor charlaba con las chicas de mi piso. Ninguna había visto ni oído nada, lo cual solo demostraba que quien hubiera entrado al edificio, sabía cómo pasar desapercibido y, además, cómo hacer que la gente ignorara su presencia: era alguien dentro del campus. Eso seguro.
Cuando terminaron de limpiar las paredes, la mujer me indicó que las fotografías estaban sobre la cama, amontonadas debajo de una toalla que había encontrado por ahí. Sentí que me ruborizaba hasta la frente. No conseguí emitir palabra alguna. Fue Sam quien, con voz decidida, le dio las gracias y prosiguió a charlar con la encargada.
Iba a tener que hablar con el decano de esto; le tendría que contar el origen de la foto, el porqué de mis malos comportamientos, y lo que más vergüenza me daba: Nash. Ese aún era un tema sensible para mí, aún se sentía verde por el dolor, por la angustia; solo tenía que atizar un poco los escombros y encontraría brasas ardiendo al rojo vivo.
Abrazada de mí misma, en compañía de Sam —Siloh tenía que asistir a una tutoría y se había marchado—, me adentré en la habitación que me habían asignado aquel año. No era muy diferente de las otras que tuve, pero esta daba una vista larga y frondosa de mi parte favorita en el campus; la enorme biblioteca que era símbolo de orgullo para el país.
El sol resaltó sus acabados góticos y lanzó sobre mi cara un latigazo de su luz. Abrí la ventana y puse las manos en el alféizar, contemplando los amplios jardines y envidiosa por la tranquilidad de las demás personas. Yo solo tenía que estirar los dedos e imaginar que alguna de ellas con cero problemas en sus vidas, era yo.
Suspiré, volviendo a la realidad y me di media vuelta para encontrar que Sam se había recargado en la mesa de estudio, con la cadera. No levantó la vista hacia mí, y de todas maneras lo sabía presente.
—Fue Cristin —aseguré.
Sam asintió, pero dijo—: ¿Por qué?
—No tengo idea —dije. Era verdad.
El cabo suelto que se me escapaba tenía que ver con Nash y con Clarisa, lo comprendí cuando escudriñé el montón de fotos que se encontraba apiñado en la cama, debajo de, como dijo la dependienta, una toalla de Siloh. No quería verlas. No quería tocarlas. Tampoco quería acercarme a un pedazo tan tangible de mi error.
Como dándose cuenta de lo que miraba, Sam caminó hasta el montón y quitó la toalla. Él no se deleitó en mirar la fotografía ni hizo ningún comentario mientras las ordenaba, una por una, en su palma. Yo me fijé en su semblante serio, en la determinación de sus manos al apilar las cosas que me causaban miedo y vergüenza a partes iguales.
Fue un error hacerlo, pero me pregunté si este hubiera sido el comportamiento de Sam de haberle permitido quedarse a mi alrededor. Consciente de que no ganaría nada planteándome los angustiadores "si hubiera", hice amago de todo el valor que me infundía mi terapeuta al decir: el que hayas cometido un error, no le da el derecho a nadie de obligarte a enmendarlo más de una vez.
Lo que me llevó a preguntarme si en verdad consideraba el hecho de no hablar para protegerme, como sugerirían, probablemente, mi madre y la tía Maggs.
—Voy a tirarlas muy lejos. Tal vez primero las queme —sonrió Sam; envolvió las fotos en su cazadora cuando se la quitó.
—¿No las vas a vender o algo por el estilo? —le pregunté.
Él esbozó una sonrisa, pero no dijo nada.
Fui hasta mi cama y, como ya estaba libre de la prueba del delito, me eché sobre ella. Sam dejó el montículo de tela en la mesa y regresó a sentarse frente a mí, en la cama de su hermana. Negué con la cabeza, a la espera de escuchar en cualquier momento la voz de mi subconsciente; no pongas la mirada ahí, dijo, haciéndose notar.
Era inevitable. Sam puso sus antebrazos en los muslos, e inclinó la cabeza. El tono rubio de su cabello se envolvió en una danza muy bonita en conjunto con la luz solar, que entraba a través de los cristales en la ventana. Noté que respiraba por la nariz como si quisiera controlar el ritmo de sus exhalaciones.
—Tal vez Nash terminó con ella y piensa que se debe a ti —consideró.
Yo sacudí la cabeza, incapaz de siquiera contemplar aquella aseveración.
—La última vez que Nash cruzó una palabra conmigo, fue para incordiarme en la biblioteca. Creo que lo hizo por impulso, porque palideció al instante —relaté, hundida en ese recuerdo que era uno de los que no traía a menudo para concientizar con él—. A lo que me refiero es que, si Cristin hizo esto, debe de tener una muy buena razón.
—¿Qué aspecto tenía cuando vino? —se interesó Sam.
Hice una inhalación bastante profunda, al tiempo que miraba el techo y torcía un gesto.
—Apurada, tal vez ansiosa —dije—. Quería decirme que Nash no había subido la foto al sitio, y...
—A lo mejor es que, con esa verdad, esperaba que tú le dieras algo a cambio.
—¿Cómo qué? —inquirí, fatigada.
Sam se mesó el cabello y, mirándome directamente a los ojos, respondió—: Hay que preguntarle.
Era cierto.
No podíamos hacer ninguna suposición e ir con ella ante el decano; ahora que estaba en juego la reputación de una muchacha cuyos vínculos familiares hacían temblar al concejo de la universidad. Allí mismo, fui consciente de que, quien hubiese jugado esa tarde conmigo, quería ponerme en los ojos de los directivos a como diera lugar.
Lo más loable era que Cristin, como había dicho Clarisa, quería meterlos a ambos en problemas. Y yo era su boleto más factible.