Estoy agradecida por muchas cosas. Por ejemplo, soy capaz de reírme de los chistes más estúpidos. Entiendo muy bien las materias más difíciles, y eso se lo debo al exhaustivo esfuerzo que hizo mi madre cuando se empeñó en que tomara cursos de verano durante la secundaria. También estoy agradecida por Daryel, porque no es mi hermano, pero sé que siempre seremos como tales.
Y estoy viva. Lo cual quiere decir que no hay nada que sea definitivo. No al menos en este momento...
—Es un buen relato erótico —se rio Eíza.
Minutos atrás, al llegar hasta nosotros, había ido directo al grano; me mostró el diario, pero permanecí imperturbable —aparentando— detrás de Sam, que llevaba encima una careta de los mil demonios.
—Ya le dije que no me interesa —repetí—. Su hijo y yo no tenemos nada que ver.
—¿No?
El tipo enarcó una ceja.
Su mirada se desvió a espaldas de nosotros, a las puertas de mi edificio. Miré por encima del hombro, consciente de que el padre de la Calamidad había visto algo que acababa de llamar su atención. Tragué saliva en cuanto la figura de Nash apareció en el marco de madera; vestía pantalones negros y una camisa de botones.
Con la mirada llena de espurio, analizó la escena frente a sus ojos; no lo hizo como solía, siempre con aire de superioridad, sino que... sondeó el alrededor como si estuviera comprobando un pensamiento. Yo no me arredré al verlo; tal vez porque Sam estaba a mi lado, tal vez porque me di cuenta de que había ido a buscarme y por eso su padre estaba también aquí.
Una terrible sensación de déjà vu se cernió a mí apenas observé cómo él descendía por las escaleras. La mano de Sam, junto a mí, buscó mis dedos y los apretó quizás para darme un confort que no fui capaz de solicitarle, pero que sí necesitaba.
—Mañana voy a estar con Myers. —Eíza lo miró, desdeñoso. Sostuvo el diario en la mano izquierda. Pero Nash se limitó a escudriñar mi reacción.
—¿A eso viniste? —le pregunté.
—¿A qué más si no? —respondió él, ahora sí observándose con su padre.
Eíza hizo un mohín de disgusto y levantó la mano. Sam y yo comenzamos a caminar hacia la escalinata. Si no hubiera ocurrido esto, habría entrado en el edificio sin ningún problema, pero en esta ocasión decidí agregar a mi lista otra cosa por la cual estaba agradecida: mis amigos. Tenía muy buenos amigos. Incluida Shon, e incapaz de imaginar cómo lo había conseguido, me fijé en que mi círculo de amistades era muy leal.
Lo bastante como para hacerme sentir segura.
—No mires atrás —señaló Sam, al tiempo que empujaba la puerta.
Escuché los murmullos de las voces en los Singh, el dejo de furia contenida en la de Eíza y la exigencia de Nash porque no exagerara algo que ya no alcancé a oír. En el vestíbulo, cerré los ojos, aliviada, y me obligué a caminar con dirección a las escaleras.
—¿Nash le daría su diario? —inquirí.
Abrí la puerta de mi habitación. Sam dijo—: Lo que creo es que no le gustó para nada el que su hijo no sepa escribir otra cosa que líneas describiéndote. Y, si quieres que te sea sincero, me parece algo bastante perturbador. Romántico, pero perturbador.
—Romántico y perturbador no forman una mezcla muy alentadora —murmuré.
Me adentré en la pieza; Siloh estaba en su cama, con pijama, y tenía la laptop en el regazo. Nos miró unos instantes y yo me limité a entornar los ojos.
—¿Qué me dices de Romeo y Julieta? —se rio Sam.
—Esa es una obra trágica —señalé, quitándome el abrigo que me había dado mi madre. Lo arrojé a la cama.
Sam se recargó en la mesa de estudio y, desde su postura, enarcó una ceja. Su hermana nos digirió una mirada interrogante.
—Me imagino que, si la charla va sobre cosas perturbadoras y romances trágicos, se encontraron de camino con Nash —nos espetó.
—Más bien presenciamos una escena un tanto desagradable. —Sam sacudió la cabeza, con gesto de incredulidad. Su hermana, por otro lado, arqueó las cejas. Cerró la laptop de un manotazo y se mordió el labio inferior—. Veinticuatro años y aún lo tratan como si fuera un adolescente.
—En mi caso —se lamentó Siloh, echando la espalda en la cama—, no puedo opinar nada. No es como si mi madre respetara mis decisiones.
A su pesar, Sam se echó a reír. Al menos Siloh se tomaba mejor las cosas; lo suyo con Shon iba de mal en peor, pero gracias a la escuela y las muchas ocupaciones que tenía, a veces no le quedaba tiempo para llorar en los rincones.
Mente sana...
—¿Qué quería Nash? —interrumpí la plática de los hermanos.
—Creo que Cristin le robó su diario, y vino a verte porque pensó que lo tenías tú —nos contó—. Parecía extraño, ¿sabes? Como angustiado.
—Por su diario, claro —dijo Sam—. No debe de ser agradable que alguien lea cosas que no quieres mostrarle al mundo. Mucho menos si te hacen parecer más humano.
Sin querer, Sam me hizo pesar que lo que Nash escribía, ya fuera sobre mí o no, tenía relación con sus demonios internos; sentí mucha curiosidad al respecto. Pero, sobre todo, sentí que Cristin me quería involucrar demasiado en un embrollo que solo parecía tener repercusiones en la vida de Nash.
Aún aletargada por la imagen de un Nasha Singh expuesto delante de Eíza, recordé aquella vez en la que fingió que su libro de Los Miserables no le pertenecía. Y supe que lo había hecho por la presencia de su padre.
—Le tiene miedo —dije, en un murmullo. Sam y Siloh se volvieron a mirarme—. A su padre. Todavía le tiene miedo.
—Y cómo no —masculló Sam—. Según lo poco que yo sé, le arruinó la infancia, y parte de la adolescencia.
—También a Shon se la arruinaron —lo contradijo Siloh; Sam le prestó atención porque había un tono de reproche en la voz de su hermana—. Y no va por ahí con el afán de manipular a la gente para que le rindan culto; Nash creció y me imagino que, como todos nosotros, tuvo su oportunidad de elegir.