Era muy probable que no fuera buena idea, pero casi me atraganté con la saliva. Mientras escuchaba cómo Sam y Daryel hablaban sobre pasar la navidad en Nueva York, junto con un par de sus antiguos compañeros, me detuve a pensar en la enorme incertidumbre que me causaba la idea de no tener una parte concreta dentro de su vida. Se sintió extraño el no saber qué iba a pasar después de que se marchara la semana entrante.
A punto de dirigirme a ellos —examinaban las habitaciones del departamento para Siloh— sentí que mi celular volvía a vibrar en mi pantalón. Rodé los ojos y me saqué el artefacto no sin sentirme hastiada de Cristin; toda la tarde había estado enviándome fragmentos de los escritos de Nash; tal vez como burla, tal vez como tortura.
Una vez que lo hube sujetado frente a mis ojos, la luz de la pantalla parpadeó, indicando una llamada entrante del mismo número; no le respondí. La llamada se cortó y, antes de que apagase el teléfono como era mi intención, otro texto se abrió paso en las notificaciones. Lo abrí en esta ocasión sin sopesar lo necesario que era darle una importancia que no se merecía.
No había ninguna novedad.
Tampoco lo entendí, ni siquiera cuando ella agregó una explicación; en realidad, era un comentario burlesco sobre el por qué Nash me llamaba Dulcinea. Antes, mucho tiempo atrás, me habría interesado saberlo, pero ahora mismo lo único que quería era escoger un departamento que quedase lo suficientemente cerca del campus.
Inhalé profundo para dejar de nuevo mi celular en el bolsillo de mi sudadera; Sam y Daryel se aproximaban a mí en ese momento, todavía riéndose acerca de un recuerdo; hablaban sobre una muchacha a la que le habían apodado de una manera ridícula, pero Dary aseguró que en su perfil de Facebook las cosas comenzaban a tornarse más... anchas y finas.
—Le sentó bien la gran manzana, te digo —añadió mi primo, mesándose el cabello.
Sam parecía verdaderamente incómodo; tenía las mejillas sonrosadas y sus ojos admiraban el alrededor, distraídos. Yo me reí ante su falta de interés en el tema de la chica y sacudí la cabeza. Daryel me lanzó una mirada y, de manera teatral, extendió las manos.
Ojalá fuera un pariente normal...
—Me encanta —admití, con un hilo de voz.
—¿Todo bien? —inquirió Samuel, que dio un paso en mi dirección y frunció las cejas—. Estás pálida —sonrió.
Encogida de hombros, alcé la vista al techo para mirar, con un falso detenimiento, el candelabro de araña que colgaba allí. Otra vez hice una inspiración muy honda; no obstante, no logré reunir ni un poco del valor que se necesita para confesar que te estás meando de miedo. Al menos, en mi caso, sentía que mis piernas se convertirían en dos varas débiles, expuestas a un viento muy hosco.
Negué con la cabeza, impaciente por poder hablar.
—Tengo que cambiar mi número telefónico —susurré por fin.
Como Sam ya sabía por qué, aguardé por la reacción de mi primo.
—¿Por qué? ¿Ha sucedido algo en especial? —preguntó, cruzándose de brazos.
—Quizás haya alguna relación entre las llamadas y el robo del móvil de tu madre —consideró Samuel, volviéndose a mí, en un tono monocorde—. Sea como sea, tú eres abogado, hombre, ¿no puedes hacer nada?
—Amigo —se rio mi primo—, soy abogado corporativo. Y trabajo en una inmobiliaria. Además, no me han dicho de qué me estoy perdiendo.
Sam me hizo una seña; dudé unos instantes hasta que me obligué a sacar el celular y estirar el brazo para ofrecérselo a Daryel, que contempló la pantalla sumergido en ondas emocionales de diferente calibre. Minutos después, cuando supuse que había leído lo suficiente como para sacar una conclusión, me lo devolvió, la cara hecha una máscara de suficiencia.
Pocas veces le había visto enojado; conmigo se portaba neutral en cuanto a mis errores. Adoptaba el papel del hermano mayor que yo no tenía, y si necesitaba de un abrazo en silencio, me lo daba. Esa era la mejor parte de él: a veces no teníamos que decir nada en lo absoluto para sabernos presentes. Era cosa de familia. O de nosotros solamente, daba igual.
Volví a leer un mensaje mientras esperaba uno de sus comentarios ampulosos. Sus palabras, por el contrario, hicieron que se me formase un nudo gigante en la garganta.
—Tengo un amigo que está de asistente en la fiscalía —murmuró, su voz plana, como si no quisiera que yo notase sus verdaderas emociones—. Pero, para que puedas hacer algo, tendrías que levantar una denuncia en forma. La rectoría y el decanato recibirían una notificación y...
—Estoy consciente de todo eso —lo interrumpí—. Y no me importa cuánto me cueste, tengo mucho miedo.
Hasta entonces no había sido capaz de descubrir que era víctima de un terror fulminante. A mis dos interlocutores, gracias al cielo, les bastó oír mi tono de desespero para comprender que no quería que nadie más se diera cuenta de cómo me sentía; porque es muy común que la gente sienta miedo, pero no es nada común que alguien quiera aceptarlo.
A mí, por ejemplo, siempre me asustó decir en voz alta lo mucho que se me dificultaban las relaciones interpersonales. Pero todo eso cambió cuando, por desgracia, conocí a Nash. Gracias a él, entendí una parte muy vergonzosa de mí misma: era mundana al final de todo. Nada me hacía especial para salir bien librada de una relación que solo tenía un intercambio de fluidos como vínculo principal.
Una relación que, como recién nacido a la madre que acaba de dar a luz, me había robado muchísimas horas de sueño.
—Esas líneas —Daryel cerró los ojos. Cada vez estaba más pálido—, ¿de dónde las sacó? Son perturbadoras, puede que románticas si te gustan Baudelaire y Rimbaud, pero...
—Son fragmentos extraídos del diario de Nash —dije. Mi propia irritación me tomó por sorpresa. Tragué saliva tan duro que sentí cómo mi tráquea, mi laringe y el resto de mi garganta, se contrajeron al mismo tiempo—. Cristin lo tiene, según parece. Me envía fragmentos mientras me explica lo que Nash quiso decir en ellos.