A mí no se me daba bien pensar en monstruos; esos como los que aparecen en las historias fantásticas. Siempre creí que el nombre se le atribuía a una persona gracias a la falta de comprensión; yo, por ejemplo, no había conseguido comprender a Nash, y por eso lo llamaba monstruo.
Al evocarlo en mis pensamientos, los que apenas comenzaban a tomar forma mientras trataba de abrir los ojos y moverme, me arrepentí más que nunca de haberlo llamado así: tal vez Nash no era un monstruo. Simplemente… no lo comprendía. Tenía sus razones de ser. Actuaba para sí mismo, y no iba a cambiar.
No era que acabara de darme cuenta.
Lo sabía.
Siempre lo supe.
Pero nunca quise aceptarlo. Porque las mentiras cubren una realidad y, sin embargo, no le restan peso. Así que, ¿de qué me había servido decir mentiras si ahora, gracias a ellas, tenía un montón de consecuencias que no parecían tener punto y final?
Un regusto metálico se incrustó en mi boca. Intenté parpadear dos veces seguidas, pero lo que conseguí fue añadirme terribles punzadas en las sienes. Estaba recostada, en un suelo duro, frío y apestoso a humedad; mi alrededor se había oscurecido, salvo por una luz que arañada el suelo.
Una única luz.
Aunque pude moverme un poco, sentí las extremidades más pesadas que nunca en mi vida. Las piernas, en especial, estaban sumidas en una sensación agobiante de hormigueo; del estómago para arriba, todos mis músculos seguían presas del entumecimiento.
Arrastré una mano sobre la superficie de lo que supuse era un concreto muy viejo… Olía a cloaca; a un lugar abandonado. El reconocimiento del sitio hizo que dos lágrimas heladas surcaran mis mejillas. Al instante, recordé lo que había sucedido en el estacionamiento de la clínica.
Siloh…
—Ay, dios… —gimoteé.
Rompí en llanto.
No pude moverme. No pude espabilar. La cabeza me dio vueltas cuando hice un nuevo intento por incorporarme.
El sonido de un gozne chirrió en la penumbra. Pasos que descendían lo que se escuchó como una escalera. Un ruido sibilante irrumpió en el silencio.
Un silencio que no se parecía en nada al de Sam. O al de Siloh…
—Bueno, pues no estás embarazada de mi hijo, según veo —una voz ronca se abrió espacio en algún lugar frente a mí.
Nada de lo que había escuchado tenía sentido; de manera que levanté la mirada, sin poder ver a la persona que me estaba hablando. Se ocultó por un momento, pero al segundo siguiente oí que otro par de pisadas bajaban en la misma dirección.
Esta silueta me provocó un escalofrío.
La luz se encendió. Una Cristin con aspecto de energúmeno apareció frente a mí, un rastro de sangre en su rostro; tenía una hinchazón en el pómulo izquierdo. Llevaba el pelo atado en una coleta y sus ojos, inyectados todavía más de lo que pude recordar, no se posaron en mí. Ella se recargó en la pared. Entonces clavé la vista en la persona que, probablemente, se merecía todos los nombres despectivos del mundo. No solo por tenerme en este lugar (era un sótano, según parecía), sino también por haber arruinado la existencia de su propio hijo.
Cuando la mirada gris, muerta, y calculadora de Eíza Singh recorrió mi cuerpo, moví mis piernas lo más rápido que pude; jamás me había sentido tan desnuda. Ni siquiera con la foto repartida por las redes. Ni siquiera con esas veces en las que quise ofrecerle mi cariño —demonios, mi cariño sincero— a Nash, y él me aseguró que no era digna de su confianza.
Lo entendí allí, una vez que até cabos. La descripción del sujeto que había hecho el chico de la biblioteca, hacía dos años; la mirada sombría de Eíza en la habitación de Nash, el cómo sabía mi nombre, y la manera en la que me había abordado en su restaurante.
El gato. La foto. Cristin.
—En mi defensa —musitó, en tono bajo, y miró hacia la pared en la que se hallaba Cris—, debo admitir que confié en la persona equivocada.
—Nash me lo dijo. Te lo juro —replicó la muchacha, al borde de las lágrimas.
Cerré los ojos.
Pero qué gran hijo de puta…
—Deberías de estar acostumbrada al pequeño bastardo —respondió la Calamidad mayor, en una sonrisa—. Qué idiota —sonrió.
Se puso de pie. Temerosa por lo que pudiera hacer a continuación, me encogí, encorvada y con la espalda pegada al muro. Ya podía sentir las piernas, pero mi mente estaba aletargada (no podía distinguir si por el miedo de la situación o lo que fuera que me hubiese inyectado Cristin). Eíza se plantó delante de ella, y levantó una mano.
—Lo fue a buscar a su departamento y, cuando le pregunté a Nash, él no hizo nada por negarlo —se excusó de nuevo—. Hice lo que siempre me ha pedido: ayudarlo a olvidarse de ella. Es todo lo que quiero, liberarlo de lo que siente por ella.
Con cada palabra, sus muecas iban contorsionándose cada vez más. Apretaba los dientes y su mirada se fundía en emociones furibundas. Mientras hablaba, Cristin no se percató de que Eíza le había dado la espalda (porque, con desesperación, se pasó las manos por el cabello, una y otra vez); él se cruzó de brazos y me prestó atención.
Entornó los ojos, cavilando. Un nuevo escalofrío me recorrió. Me dolía la cabeza.
—Tiene sentido —murmuró él—. Penélope posee más clase e inocencia que la que tú nunca podrás, y por lo que veo más cerebro. —Le lanzó una mirada de desprecio, al tiempo que sacudía la cabeza con vehemencia—. Arreglas esto, que en lo que a mí respecta yo llevo todo el día en el bar.
Girándose, le tendió algo a Cristin, y luego comenzó a subir las escaleras. No tuve una visión clara de lo que le había entregado hasta que ella se dejó caer en la silla en la que había estado Eíza. Cristin negó con la cabeza, llorando con tal desconsuelo que no supe si sentir asco, terror o lástima en su favor.
La hoja de un cuchillo de cocina brilló en sus manos. Entreabrí los labios, y emití un gemido de pura certeza.