Cuando piensas en el futuro, todo lo que puedes hacer es tener esperanza; porque, a menos de que la hayan comprado —la vida—, dudo de que alguien pueda hacer planes sin tener miedo de no despertar al día siguiente. Yo abrí los ojos y ya había pasado un día. Cuarenta y ocho horas más tarde, el médico me dio de alta (la mano enyesada, la cara cubierta de vergüenza y el alma hecha trizas).
Nadie se dio cuenta de ello; porque yo me limité a responder con monosílabos y sonrisas. Afuera de la clínica me encontré con dos agentes de la policía; mi familia y amigos me rodearon para tratar de protegerme.
Lo único agradable de todo, era que Siloh —salvo por la herida de su ceja— estaba perfectamente bien.
—Quiero terminar con esto —le dije a mi madre, que se negaba rotundamente a que fuera al departamento de justicia.
Sam me sujetó la mano con fuerza, indicándome que me comprendía. Yo tenía los pulmones apretujados bajo una sensación de ahogo; tenía miedo de que el gusano que se comía mis intestinos en esos momentos sobreviviera.
No tenía deseo alguno de ahogarme. No cuando mi vida estaba en un subterfugio de muerte. No cuando Cristin y Nash me habían dado un motivo más para dedicarme a la psicología. Ahora tenía una experiencia que contarle al mundo.
Porque sé que no soy la única en una situación como esta.
Siloh también nos acompañó; a mi madre le hacía falta no sentirse sola y yo estaba consciente de que mi tía Maggs no era buena compañía en esas situaciones. Mi primo, en cambio, dejó que mi madre se ajustara a sus pasos y mantuvo la pose protectora que, de haber vivido, tal vez habría adoptado mi padre.
Mientras caminaba hacia el interior de una sala con una mesa cuadrada, rodeada por vidrios ahumados y rendijas que dejaban pasar un poco de luz, me repetí que no era necesario que narrara todo con lujo de detalles. Hubo un tipo que trató de hacerme sentir culpable; era el policía malo, el típico padre de familia que, como ha criado bien a sus hijos, piensa que todos debemos ser como ellos. Me mostró la hoja impresa de una de las webs que tenían como encabezado mi foto.
Le dije lo que ahora sabía: el padre de Nash se negaba a que mantuviera una relación seria con alguien, porque no quería perderlo nunca.
—¿Como si estuviera enamorado de él? —se burló.
Estaba sola en el interior, con Daryel, porque era mayor de edad y mi madre les era innecesaria dentro. Tragué saliva antes de responderle. Me pensé muy bien las palabras que iba a decir. Al fin y al cabo, ya no tenía ningún caso que culpase a alguien cuya existencia había cesado para siempre.
Los culpables vivos eran los que tendrían que dar cuentas. Y esa, como le dejé en claro al hombre uniformado, era la última vez que repetía mi discurso.
—Si quieren buscar un culpable —le dije—, vayan al bar de su familia. Probablemente Eíza haya puesto sobre aviso a sus empleados. Pero es mi palabra contra la suya. Pruébeme.
Estaba al borde de las lágrimas. Y, al ver que me contenía para no derramarlas, el semblante del policía demudó en uno más apacible. Me dijo que la casa le había pertenecido a la familia Singh desde que había sido construida.
Emma Singh murió allí, diez años atrás.
—Lamento mucho decirle que vamos a tener que repetir la entrevista, pero delante de un juez —me dijo.
Su tono era sincero, de disculpa. No le respondí porque intentaba procesar todo en mi mente; el corazón me latió con energía, lleno de miedo, de ansiedad. Aún me pesaban los párpados a causa de los medicamentos y las soluciones intravenosas. Alcé la mirada hasta toparme con un par de ojos que me observaban, pacientes.
—Le dije que podía ayudarla —murmuré; desgraciadamente, se me deslizaron dos lágrimas por las mejillas. Daryel me extendió un pañuelo, pero no lo acepté de inmediato. Lo retorcí entre mis manos y dije—: Él hubiera podido calmarla. Pero, en cambio, se dedicó a humillarla. Como hizo siempre. Porque cometió un error. Y luego la comparó conmigo.
Se me quebró la voz a media retahíla. Alguien irrumpió en la habitación de forma abrupta.
Para cuando me di cuenta, mi madre me sostenía en sus brazos y, de fondo, escuchaba las voces de Daryel y su padre; Ashton no se aparecía casi nunca por mi vida; vivía en Colorado. Pero había sido muy amigo de mi padre (actualmente, era al apoderado de mi madre). Era abogado corporativo también.
—Creemos que ha sido suficiente —señaló, con voz impasible—. Si ya tienen un sospechoso no hay más de qué hablar. La condición de mi sobrina no es apta para repetir lo que sucedió. —La fricción de papel llenó el espacio y luego la voz de mi tío de nueva cuenta—. Tenemos la orden de restricción para Eíza Singh. Falta que giren la orden…
—La declaración de su sobrina es contundente —lo interrumpió el agente—, pero Cristin Lambert no ha dicho una sola palabra. El psiquiatra vendrá para hacer una evaluación.
Mi madre me ayudó a levantarme. Daryel y su papá se quedaron en la oficina de interrogaciones. Al tiempo que me abrazaba a mí misma, eché un vistazo alrededor. No sabía si buscaba a Cristin, o si de verdad esperaba que algún policía entrara en el departamento con Eíza esposado por las manos.
Era algo perturbador, pero tenía muchas ganas de ver su rostro; me pregunté cómo se sentía. Me pregunté qué le había pasado por la mente ahora que no vería jamás a su hijo. Porque, aunque nadie quisiera aceptarlo, él era el culpable. Si alguien asesinó a Nash, no fue Cristin dos días antes. No. Su padre le mató poco a poco: porque le envenenó el alma y le ayudó a quedarse revestido de pesadillas. Lo obligó a seguir su ejemplo. Lo entregó por completo a la destrucción.
El ser humano es así de complejo; a veces, cuando le tienes miedo al cambio, te ahogas en tus propios demonios. Quizás Nash no padecía depresión ni ningún trastorno clínico, pero nada en él era correcto. Ni la forma en la que amaba ni la manera en la que podía, de proponérselo, destruir a otros.