Nefesh Hayah

CAPITULO I

Un día cualquiera en su oficina. Muchos expedientes acumulados, apenas desde el inicio de la mañana.

Él, un hombre sumamente metódico, de aquellos que no acostumbran dejar asuntos pendientes para el día siguiente, solo en el caso que fuera inevitable y luego de haber agotado todas las vías conocidas posibles.

El ajetreo y el vaivén de la gente no lo distraen para nada de sus obligaciones. Siempre logra tener la concentración necesaria, imaginando que el mundo en el exterior de su cubil es tan solo un concepto y nada más. En el interior del mismo solo existen él y su enorme montaña de papel, al menos en horas de trabajo, las cuales tienen un inicio y se prolongan hacia la eternidad. Nunca se sabe.

Aunque aquel día aquello no tuviera la menor importancia. Total, esa era su vida.

Entonces ocurrió. El celular sobre su escritorio lanzó un destello, seguido del ringtone que además estaba en modo de sonido y vibrador. Los Dire Straits y su Money For Nothing lo trajeron de regreso al mundo real, como una mano inesperada que atrapa sorpresivamente a un ave en su apacible vuelo.

-Aló?

- ¡Ven pronto, necesito ayuda!

-Pero...Quién habla?

- ¿Soy yo, no me reconoces? ...Tu hermano!

-Isaac?, ¿Qué sucede?

-Solo ven pronto, por favor, ¡no hay tiempo de explicarte!

- ¡Pero...!

- ¡Ahhhh!

-¡Espera, voy para allá!

- ¡Apúrate!¡Por favor!

Salió como una saeta, en el preciso momento en que la bella Lizet llegaba trayéndole un poco de café y estuvo a punto de derribarla con vajilla y todo de no ser por una rápida reacción de ella en el último segundo.

 -Tales, ¿qué sucede?

Pasó él junto a ella más cerca que la mano de un hipnotizador frente a los ojos de un voluntario en pleno trance.

La colega apenas atinó a ponerse lo más lejos posible, en ese ambiente tan estrecho, mientras se preguntaba qué podía haber ocurrido para ver salir así a su compañero, a quien conocía como alguien más bien tranquilo y sereno. Pero él, sin decir palabra, solo siguió en su frenética carrera, la cual no tenía visos de acabar. Tan solo era el comienzo. Nadie sabrá nunca cómo es que no atropelló a ninguno de tantos que se le cruzaron en el camino. Si era cualquier cosa menos un ser humano. Y no corría, más bien volaba. Y todos los que lo observaban desde sus cubiles solo podían soltar gritos de sorpresa al ver que alguien, o algo, pasaba tan cerca y tan peligrosamente veloz, abriéndose paso por los pasillos que, en vez de conducir a la salida, parecían multiplicarse y hasta prolongarse más y más.

Mientras tanto, seguía la voz clamando desde el celular. Más que voz eran alaridos:

- ¡Sigue corriendo, no pares!¡Apresúrate!

- ¡Ya estoy yendo, resiste!¡Sigue hablando! ¡Y trata de calmarte!

-Ahhhh!

-Nooooo! ¡Qué pasó!

- ¡Vamos hermano, date prisa! ¡Te lo pido, ven ya!

-Corro lo más que puedo! ¡Tranquilo! ¡Todo estará bien! ¡Ten calma!

-Calma? ¿Calma? Ahhhh!

-Hermanoooo!

Al fin llegó al ascensor. En un edificio de veinte pisos él se encontraba en el treceavo. ¿Y el ascensor? Bien, gracias. Apenas iniciando su ascenso desde el primer piso. Imposible esperar. Para colmo hacia paradas en cada piso. Escaleras. Al menos era todo el recorrido en descenso y, como casi nadie las usaba, el camino quedaba casi totalmente despejado. Sin pensarlo, cruzó la puerta de acceso y, mientras oía los interminables gritos de su hermano por el celular, ahora con eco debido a la acústica, bajaba de cuatro en cuatro las gradas, al tiempo que su mano derecha se deslizaba por la baranda, lo que incrementaba su descenso, casi en caída libre, pero no en línea recta sino, más bien, en espiral, aunque debiéramos decir, en remolino.

Y los gritos:

-Ya no puedo más! ¡No puedo más!

- ¡Resiste, por lo que más quieras! ¡Resiste!

Sin saber en qué momento se acabaron las interminables gradas, se encontró de repente corriendo como un loco por las calles de una ciudad, indiferente a su desesperación y angustia.

-Taxi!

Nada

Todos ocupados. Solo quedaba seguir corriendo. Al fin uno estacionado, qué alivio.

- ¡Por favor, al edificio Sinaí!

-Dónde queda?

- ¡Siga de frente, yo le indico!

Su corazón ahogó todos los ruidos de la ciudad. El bullicio enmudeció. No más bocinazos, ni motores ni gente. Solo latidos de un corazón, que quería salirse hasta por las orejas.

Solo por inercia le salían las indicaciones para el taxista.

-Derecha! ¡Izquierda! ¡Por aquí! ¡Entre despacio!

Tanta fue su agitación que no reparó en si tendría dinero para el taxi. Y cuando ya estaba cerca al edificio en cuestión, palpó sus bolsillos. Para suerte suya, acababa de hacer un retiro, de un cajero automático, para cubrir unos pagos ya programados, así que, sin pensarlo, y dado el apremio, pagó diciendo: ¡Guarde el cambio!

El auto apenas se había detenido y su pasajero se encontraba ya fuera de él, continuando su alocada carrera, teléfono en mano, escuchando los ya débiles pedidos de auxilio de su interlocutor:

-Solo un poco más! ¡Estoy en el edificio! ¡Solo otro poco y llego!

-………….

-Alo? Aloooo!

Ya no era él. Era una fiera. Entró al edificio dando un grito de guerra, cual guerrero espartano. El ascensor. Ese bendito aparato que nunca abre cuando se lo necesita.

Solo atinaba a darle golpes al metal de su puerta.

-Ábrete! ¡Ábrete, por el amor de Dios! ¡Ábrete, aparato inútil!

Y un lamento que se extendía a lo largo del pasillo en el primer piso era todo lo que se oía, de un hombre perdiendo la batalla.




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