Los días en Grecia eran tan cálidos como el sol.
Se sentía el aroma de lo antiguo en cada respiro.
Grecia, el país del origen.
Según mis inexplicables antecedentes, había nacido en Turquía, quizás algo más allá de Bodrum. Ya que, Bodrum es el único lugar que he logrado identificar como hogar. Reconocí el muelle con tan solo ver una imagen.
Los recuerdos de lo anterior a aquella tragedia siempre se repetían como una sombra borrosa de la realidad.
Nunca nadie me buscó.
Abandonada y desaparecida a la deriva del mar Egeo.
Ningún barco desapareció aquél día.
Así que la pequeña teoría de familiares buscándome, nunca apareció.
Desde entonces Helena me encontró, y jamás me abandonó.
Nunca parece querer hablarme de todo lo que tuvo que atravesar para así poder adoptarme.
Pero lo que sí sé, es que sin su presencia en aquella Isla, posiblemente estaría muerta, y sin nadie más.
Mis rasgos no indicaban nada.
Helena solía admirarme como una belleza peculiar, ya que era alta y delgada sin nada más que agregar, tenía una que otra curva, y un abdomen tan plano que se marcaba en el una especie de "v" o así solían llamarla. Mi piel era blanca, pero no lo normal, era mucho más pálida e incluso llegaba a verse traslucida ante mis venas.
Mi rostro era fino y rasgado, con un mentón levemente definido y tenía los labios tan carnosos que parecían estar siempre pintados de un rosa intenso.
Y lo que a todas las personas que conocía les hacía tanta curiosidad eran mis ojos. Sinceramente, eran muy azules, incluso tan profundos como el recuerdo del mar Egeo, contrarrestaba con mi cabello negro, incluso llegando al conocido azabache.
Esa era yo, o posiblemente lo que me veía...
Vivíamos al nordeste de Atenas, en una ciudad llamada Marusi, por lo tanto habíamos decidido que me iría en avión hasta las Islas Milo.
Helena cuidaba bien de mí, creo que con todo el amor que se puede permitir tener a una niña que encontraste en el medio de la nada.
Me trataba como la hija que siempre quiso tener y solo éramos ella y yo, y la familia.
Helena era una mujer amable y cautivadora de cuarentena y seis años, tenía la piel trigueña y el cabello ondulado castaño, al igual que los ojos verdes y una sonrisa encantadora.
Le solía comparar con las actrices griegas, cosa que aunque no admitía, lo amaba.
— Nerea, ¿Segura de que esto es todo?
Sus ojos verdes me observaron con determinación.
Una sonrisa rodeó mis labios.
— No se me queda nada más.
Sentía su ansiedad a flor de piel.
— Todo saldrá bien moma, angustiarse te sacará arrugas.
La rodeé con mi brazos antes de que un reclamo resonara, y sabía que su corazón se agrandaba cuando la llamaba así.
«Moma»
No era mi madre, pero a la vez lo era, y esa simple palabra identificaba tantos sentimientos para las dos, que era indescriptible.
— Tú sabes cómo manipularme, pero no te lo permitiré.
Sus brazos me apretaron dejando ir todo su miedo.
— Tengo veintiuno y un mundo que conocer, así que debería irme de una vez.
La carcajada que resonó en sus labios me hizo sonreír.
— ¿Segura de que podrás con todo?
Sabía que su pregunta se refería a algo más.
Su mirada siempre se enterneció observándome.
Asentí transmitiéndole la tranquilidad que tenía.
— Todo estará bien, te lo prometo.
Besé su mano en señal de promesa y tomé las maletas que me esperaban.
— Vamos entonces.
Caminamos hasta el auto que nos esperaba, y al terminar de guardar todo lo que me acompañaría en este camino me senté de copiloto observando como Helena ponía el auto en marcha hasta el aeropuerto.
Cuando llegó el momento de despedirnos Helena estaba llorando como si me iría para siempre.
Pero esta era la primera vez que me atrevía a volver a aquel lugar, había decidido hacerlo sola porque era algo que debía sanar.
Y mi terapeuta había estado de acuerdo en este proceso.
— Te quiero, bonita mía...
— Y yo más a tí, regresaré pronto.
El abrazo duró una eternidad llena de amor.
— Despídeme de Lourie, y dile que cuando esté de vuelta espero que me tengan la bienvenida sorpresa que me prometió.
Escuchar la carcajada de Helena fue la señal que necesitaba para subirme al avión.
Y justo cuando Atenas se vio como algo sumamente pequeño desde las alturas, cerré mis ojos y pude suspirar.
(...)
Había reservado en las suites de White Coast ya que Helena quería que disfrutara el tiempo que estaría allí.
Lo que jamás imaginé era el lujo que tendría durante semanas para mí sola.
Aunque ya estaba acostumbrada a mi soledad.
Cuando cerré la puerta de la habitación ahogué un grito, literalmente. Todo era en colores cremas, inspiraba tranquilidad y se escuchaba el sonido de las olas golpeando el mar.
Había vidrios corredizos, y luego de ello un jacuzzi y unos muebles, con vista a la inmensa costa sin final alguno.
El cielo apenas oscurecía, ya que pronto sería el atardecer, inhalé el aroma salado del mar y sentí como toda mi piel se estremecía ante el sentimiento.
La playa que se divisaba, estaba muy cerca de ser la misma dónde alguna vez alguien me encontró.
Mi piel se erizaba con el simple hecho de imaginarlo.
Así que respiré hondo y volví sobre mis pasos hasta el teléfono desde donde le notifiqué a Helena que me encontraba sana y salva.
Decidí tomar una apresurada ducha para no perderme el atardecer, y me vestí con un vestido largo veraniego de rayas azules. Dejé mi cabello suelto, y no utilicé nada más que un labial hidrante para mis labios.
Me calcé las sandalias que posiblemente no utilizaría, y salí de la habitación.
La mayoría de personas que me encontraba eran parejas o grupos familiares pequeños, una que otra persona tan solitaria como yo y los amables trabajadores del hotel.
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Editado: 06.11.2024