Aquella tarde cuando a Rubén le sentaron en una silla de ruedas para bajarle a la
sala de rehabilitación, la incomodidad de su pierna le hizo blasfemar con dureza.
Las enfermeras que se habían congregado a su alrededor nerviositas, se
marcharon despavoridas al escucharle. Rubén se lo agradeció. No tenía ganas de
sonrisitas bobas ni nada de lo que solía recibir de muchas mujeres. Era un icono
sexual en Milán, un hombre deseado por su físico y sus triunfos.
Al final fue un enfermero quien le llevó hasta la sala de rehabilitación en el
ascensor. Una vez allí, le dejo solo porque se marchó a buscar a su fisioterapeuta.
Su humor era oscuro, negro, más bien. Todavía no había asimilado la mala
suerte de su fractura y menos aún todo el tiempo que estaría alejado de los
terrenos de juego. Su lesión estaba considerada una de las peores para un
futbolista y justo le había tenido que tocar a él. ¿Podía tener peor suerte?
Pues sí, pensó cuando vio llegar a la joven que el día anterior había estado en
su habitación. Rubén, al verla, maldijo: ¿por qué ella? El enfermero le entregó
unos informes a la fisioterapeuta y antes de marcharse, miró a Rubén y le
avanzó.
—Te dejo en unas excelentes manos.
—Déjame dudarlo —respondió Rubén sin disimular su desagrado.
La fisioterapeuta, sin inmutarse ni dejar de sonreír, agarró los mangos de
empuje de la silla de ruedas y le desplazó hasta un lateral de la sala.
Tranquilamente, se sentó cerca de él y comenzó a leer los informes médicos.
Rubén no habló; ella tampoco. Hasta que finalmente, con la mejor de sus
disposiciones, ella decidió presentarse:
—Mi nombre es Daniela…
—Vaya, te llamas como mi perra.
Le miró fijamente, anonadada: aquello iba a ser insufrible. Estaba claro que
cuanto más lejos lo tuviera, mejor. Pero ella era una profesional y, solo tenía dos
opciones: enfadarse o pasar de él. Así que finalmente optó por la segunda.
—Mmmm… me encanta saber que tuvo el buen gusto de ponerle mi bonito
nombre a su perra.
Rubén la miró. Estaba seguro de que ella iba a mandarle a paseo, pero no.
Ella prosiguió, tan sonriente como hasta entonces.
—Como decía, soy Daniela y voy a ser su fisioterapeuta de las mañanas.
Hemos dividido su proceso de rehabilitación en dos bloques. Su entrenador me ha
solicitado que sea yo quien le atienda por las mañanas; por las tardes, será Piero,
un compañero y excelente profesional, quien trabaje con usted.
—¿Mi entrenador?
—Sí, el señor John Norton: conoce mi trabajo y sabe que puedo ayudarle.
Rubén cabeceó. Se mordió la lengua y por una vez no dijo nada mientras ella indicaba.
—No se preocupe, entre todos, vamos a conseguir que su pierna vuelva a ser
lo que era —y mirando el informe que el doctor le había pasado añadió—: Por lo
que veo su doctor le quitará los clavos en un plazo de unas cuatro semanas si no
presenta complicaciones y…
—Vale, guapa —cortó malhumorado—. Déjate de rollos y comencemos.
Su tono rudo y despectivo consiguió que Daniela retirara su atención del
informe médico y le fulminara con la mirada. Dejó los documentos sobre la
mesa, se cruzó de brazos y dibujando una sonrisa en su rostro, le retó:
—Gracias por lo de « guapa» .
—No te emociones.
Daniela se levantó con gracia y omitiendo su último comentario contestó.
—Sabiendo lo que piensa de mí, ¡es todo un halago!
—No te lo tomes al pie de la letra, quizá he exagerado un poco, guapa —siseó
Rubén.
Ella volvió a sonreír. Eso le desconcertó.
—Si me llama Daniela, le irá mejor la recuperación: créame.
Rubén la miró y al ver que ella seguía sonriendo, cejó en sus intentos por
molestarla.
—Vale… comencemos, Daniela.
Y se pusieron manos a la obra. Como era de esperar, Rubén no se lo puso
fácil. Hacía lo que ella decía, pero protestaba. Protestaba demasiado. Ella
aguantó estoicamente el mal humor del jugador sin perder la sonrisa y, cuando
por fin llegó el enfermero para llevárselo, le dio dos golpecitos en el hombro y
dijo:
—¡A descansar! Recuerde que mañana tiene otra cita conmigo.
—¡Qué emoción!
Ella soltó una carcajada y se dio la vuelta para atender a otro paciente que
entraba. Rubén, con el ceño fruncido, la observó. Aquella era una auténtica
tocapelotas, se le veía en la cara.
Al día siguiente, cuando Rubén abrió los ojos, se sorprendió al ver a sus
padres y hermanas en la habitación del hospital. Todos le miraban.
—¡¿Mamá?! ¡¿Papá?! ¿Cuándo habéis llegado?
—Vale… nosotras somos invisibles, ¿no? —se mofó su hermana mayor,
Malena.
—Hace una hora, hijo —respondió su padre haciendo caso omiso del
comentario de su hija—. Y antes de que digas nada: o traía a tu madre para que
te viera o nos costaba el divorcio.
La mujer, con la barbilla temblona, se acercó a su adorado hijo y, tras darle
un candoroso beso en la frente, murmuró emocionada:
—Ay, mi niño… Ay, mi Rubén… Ay, mi príncipe… ¿estás bien? —Mami… mami… —la mimó Olivia, la pequeña de los hermanos—. Está
bien, ¿no lo ves?
El futbolista, emocionado por tener cerca a la mujer que le había dado la vida
y que tanto quería, sonrió y susurró con cariño:
—Mamá, estoy bien —y añadió tomándole las manos—: Todo va bien, mi
pierna pronto estará curada, no te preocupes.
—Pero ¿cómo no me voy a preocupar, mi niño? —cuchicheó pasándole la
mano por el pelo.
—Mama, créeme, ¿vale?
—Tranqui mamá, que de esta no la palma —respondió divertida Malena.
La mujer al escuchar el comentario de su hija, la miró y cuchicheó.
—Parece mentira que la médica de la familia seas tú. Tú hermano está
postrado en la cama de un hospital y tú, tan pancha, ¿es que no lo ves?
—Mamá, ¡soy odontóloga!
Malena cruzó una mirada cómplice con su hermano, sin que su madre les
viera, y ambos rieron a hurtadillas.
—Vale, mamá. Me callaré —cedió finalmente.
Su padre suspiró. Sus tres mujeres le volvían loco y desde hacía años había
optado por callar y dejar que se mataran entre ellas: era lo mejor. A Rubén le
entraron ganas de reír al ver el gesto desesperado de su padre, pero finalmente
prefirió poner paz.
—Basta de dramas. Estoy bien mamá: te lo prometo.
Al escuchar esto, su madre le besuqueó durante un buen rato. Con paciencia,
Rubén aguantó sus monerías, hasta que, de pronto, su hermana Olivia sacó del
bolso un sobre y se lo entregó.
—¡Sorpresita! Vamos, ábrelo.
Sin más, lo hizo y se quedó alucinado cuando vio que se trataba de una
invitación de boda. Malena, al ver la cara de su hermano, soltó una risotada y
añadió, para descontento de su madre y hermana:
—Sí, hijo, sí, esta descerebrada se casa.
—¡Malena! —protestó su madre.
—¡¿Que te casas?!
La futura novia cruzó una inquisidora mirada con su hermana Malena.
—Sí. Jacobo y y o hemos decidido dar el gran paso —anunció después de
haber mirado molesta a su hermana.
—Di mejor… la gran cagada.
—¡Malena! —volvió a recriminarle su madre.
Rubén miró a su padre, que se encogió de hombros mientras su hermana
may or decía acercándose a ellos:
—Vamos a ver, Olivia tiene solo veintitrés años, ¿cómo podéis permitir que se
case? ¿Pero es que todavía no os habéis dado cuenta que vivimos en el siglo XXI?