El cálido sol del verano se colaba con delicadeza sobre los frondosos y añejos árboles que le rodeaban al caminar, produciendo tenues resplandores que aumentaban la belleza de aquel mágico lugar. Su indiferente mirar se dirigió a los diminutos y rosados capullos de cerezo que sutilmente decoraban a esos vigilantes silenciosos, los mismos que protegían las historias y secretos de todas las personas que al igual que él, visitaban con el pasar de los años sus grandes territorios.
Se encaminó solo unos metros más, lo suficiente para vislumbrar en la distancia al enorme árbol que imponente se coronaba ante todos como el más esplendido del parque, o al menos para él, lo era. Sonrió con la arrogancia que lo caracterizaba. Ese era su sitio secreto. Su lugar, el de ella y el suyo. Sin esperar más suspendió su mano en el aire, llegando a tocar a los suaves pétalos que con gracia danzaban en el ambiente, expresándole al resto del mundo lo libres e independientes que eran. Oprimió su mano con fuerza en un vano intento por no dejarlos ir, por retenerlos consigo, pero fue imposible, de una u otra manera ellos terminaban yéndose al firmamento, a esa inigualable libertad a la que pertenecían.
—Tan semejantes a ti —pronunció con un dejo de gracia y amargura ante alguien que, en definitivo, no estaba a su lado.
Repitiendo lo que su cerebro cuestionaba, permitió que los trazos de su imaginación crearan y plasmaran vívidamente la silueta de una pequeña niña, la misma que había conocido en ese mismo sitio hace muchos años atrás un caluroso día de agosto, uniéndose ambos por una promesa. Un pacto que habían jurado cumplir ante la cómplice vista de aquellos tersos copos de nieve teñidos de rosa.
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Editado: 11.07.2022