Era invierno, cuando las flores caen y los parques empiezan a teñirse de colores. Ella sufría vuelcos en su corazón, pero todavía se sentía con el alma intacta. Solo hasta ese día.
Rompiendo la fragilidad del tiempo de un momento a otro, entre tantos colores, ahí estaba ella, cubriéndose la cara con las dos manos. Las tenía algo gastadas y rajadas por el frío. Caminaba en medio de ligeros empujones y pasos apurados. Todos sus sentidos se agudizaban y se sentía más sola.
El sol se ocultó entre las nubes. Gotas de agua empezaron a deslizarse por el vacío hasta quebrarse contra el pavimento. El frío la abrazaba. Su pequeño corazón estaba triste.
La niña de piel cobriza y ojos negros apretaba sus labios rajados para no quebrar su silencio en llanto, no debía llorar. De pronto no supo reaccionar, los latidos de su corazón retumbaban en un hueco aislado de la realidad, como pequeños bombeos en la cabeza y un zumbido largo de inagotable agonía.
¿Mamá?, se preguntó a sí misma. No pudo encontrarla, no pudo ver sus polleras floreadas y envolverse en ellas para así dejar de lado todo lo que estaba sintiendo ni juguetear con las trenzas negras que le caían por la espalda. No halló la elegancia de su manta hecha de diamantes y lana fina, mamá no estaba.
El miedo le carcomía el alma. Estaba tiesa, en silencio, sin poder hacer nada. Sentía las miradas y las palabras, no podía defenderse.
¿Por qué? Ella imaginaba a esas personas a las que ellos se referían portando arcos y flechas, casi sin nada de ropa y con plumas en la cabeza.
Con los ojos cerrados, se imaginó a sí misma. Tenía unos pantalones azules y una chompa llena de gusanitos de lana, que su madre, con mucho esmero, punto por punto, había tejido para su pequeña.
Pensó que era, quizás, porque no se había lavado la cara. Pero, ¿por qué decirlo con tanto odio?
Si esas personas cuidaban tanto la naturaleza, así como ella, que siempre agradecía al Señor Sol por regalarle haces de luz y podía sentir esa calidez en su corazón, entonces, ¿por qué le gritaron ¡niña india fea!?