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Cuando los gemelos me preguntaron si era la nueva niñera, la respuesta que escapó de mis labios fue casi automática, un impulso nacido del momento. No había planificado decir que sí, pero al ver sus ojos llenos de expectación y la oportunidad que esto representaba, simplemente no pude evitarlo.
—Sí, soy la nueva niñera, —dije, con una sonrisa que intentaba parecer confiada, aunque por dentro me sentía como si estuviera caminando en una cuerda floja.
Tomás y Sebastián intercambiaron miradas de sorpresa, y luego, como si alguien hubiera encendido un interruptor, sus caras se iluminaron con una mezcla de emoción y travesura. Antes de que pudiera procesar lo que acababa de hacer, ya estaban tirando de mi mano, llevándome hacia la casa como dos pequeños tornados.
—¡Ven, ven! Te enseñaremos todo, —dijo Tomás, mientras Sebastián asentía con entusiasmo.
Me vi arrastrada por la casa, subiendo escaleras, girando por pasillos, mientras los gemelos me mostraban cada rincón de su mundo. Su energía era contagiosa, y por un momento me encontré riendo junto a ellos, olvidándome de la misión que me había traído aquí.
—Y aquí es donde guardamos nuestras cosas secretas, —anunció Sebastián en voz baja, deteniéndose frente a una puerta que parecía llevar a un pequeño ático.
—¿Secretas? —pregunté, levantando una ceja con curiosidad genuina.
—Sí, ¡solo nosotros sabemos lo que hay adentro! —respondió Tomás con una sonrisa de complicidad, abriendo la puerta con un aire de misterio.
El pequeño ático estaba lleno de juguetes, libros desordenados y una colección de cosas que solo los niños podían considerar valiosas: piedras brillantes, dibujos a medio terminar, y un montón de objetos que no pude identificar. Sentí una punzada de nostalgia, recordando cómo, cuando era niña, solía tener mi propio rincón secreto en casa, aunque mucho más ordenado y menos caótico.
—Parece que les gusta coleccionar cosas, —dije, inspeccionando un frasco lleno de conchas de mar.
—Es nuestra guarida, —dijo Sebastián con orgullo—. Aquí es donde planeamos todas nuestras travesuras.
—¿Travesuras? —pregunté, fingiendo estar horrorizada.
—Claro, ¡como engañar a la niñera! —dijo Tomás, sus ojos brillando de emoción—. Pero no te preocupes, tú pareces más lista que las otras.
No pude evitar sonreír ante su comentario. Los gemelos eran un par de pícaros, eso estaba claro, pero había algo entrañable en su forma de ser. Quizás, solo quizás, este engaño no sería tan difícil de mantener.
—Y hablando de travesuras, ¿qué planean para hoy? —pregunté, decidida a seguirles el juego.
Ambos se quedaron en silencio por un momento, sus caras arrugadas en concentración. Era evidente que estaban pensando en algo grande.
—Podríamos... —comenzó Tomás, pero antes de que pudiera terminar, la voz de Mateo resonó desde el piso de abajo.
—¡Chicos! ¡Es hora de la comida! —gritó, su voz firme pero no severa.
Los gemelos me miraron, y por un momento, vi en sus ojos la misma chispa de complicidad que había en la mía. Este juego estaba lejos de terminar, y ambos sabíamos que la comida no era más que una pausa en la acción.
—Vengan, es mejor no hacer esperar a su papá, —les dije, comenzando a bajar las escaleras.
—¿Qué pasa? ¿Tienes miedo de que nos castigue? —preguntó Sebastián, en tono burlón.
—No, pero es mejor no tentar a la suerte, —respondí, lanzándoles una sonrisa mientras ellos corrían por delante de mí.
Bajamos las escaleras, y a medida que nos acercábamos al comedor, el aroma de la comida casera me golpeó. Era una mezcla de sabores que no podía identificar, pero que hacían agua la boca. No recordaba la última vez que había comido algo que no fuera entregado en una caja de cartón o servido en un plato de porcelana fría en algún restaurante de lujo.
Cuando entramos al comedor, Mateo ya estaba sentado, revisando algunos papeles con el ceño fruncido. Levantó la vista al escuchar nuestras voces, y sus ojos se suavizaron al ver a los gemelos, aunque noté una sombra de duda cuando me vio a mí.
—Espero que no hayan estado molestando demasiado, —dijo, dirigiéndose a mí mientras los gemelos se sentaban a la mesa, aún llenos de energía.
—Para nada, —respondí con una sonrisa, tomando asiento frente a él—. Son... interesantes.
Mateo dejó escapar una pequeña risa, más como un resoplido, y dejó los papeles a un lado.
—Eso es una forma de describirlos, supongo.
Durante la comida, los gemelos continuaron hablando sin parar, llenando el silencio con sus historias y planes, mientras Mateo y yo intercambiábamos miradas ocasionales, ambos conscientes de la tensión subyacente. Él no sabía quién era yo realmente, y yo no estaba dispuesta a revelarlo aún. Había algo emocionante en mantener este pequeño secreto, en jugar este juego.
Cuando la comida terminó, y los gemelos salieron disparados hacia el exterior para continuar con sus juegos, me encontré sola con Mateo por primera vez desde que llegué. Él se quedó en silencio por un momento, observándome con esos ojos que parecían ver más allá de lo que mostraba la superficie.
—Pareces adaptarte bien para ser nueva aquí, —dijo finalmente, con un tono de voz que no pude descifrar del todo.
—Tengo mis trucos, —respondí, encogiéndome de hombros, tratando de mantener la misma ligereza en mi tono.
—Espero que esos trucos incluyan cómo lidiar con dos niños hiperactivos, —añadió, aunque había una ligera sonrisa en su rostro.
—Lo descubriré, —respondí, levantándome de la mesa y sintiendo un ligero nerviosismo en la boca del estómago.
Mateo asintió, sin hacer más preguntas, pero algo en su mirada me dijo que no se dejaba engañar fácilmente. Este hombre no era como otros con los que había tratado en el pasado; tenía una manera de observar que hacía que me sintiera expuesta, vulnerable, aunque no tenía ninguna razón para estarlo.
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Editado: 31.08.2024