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Estaba de pie en la cocina, observando cómo la luz de la mañana se colaba por las ventanas, iluminando las motas de polvo que flotaban en el aire. La casa, tan familiar y tan llena de recuerdos, parecía de alguna manera distinta hoy, como si algo hubiera cambiado en su esencia. Pero quizá, pensándolo bien, no era la casa la que había cambiado, sino yo.
Había pasado días enteros intentando procesar todo lo que Valeria me había confesado. La rabia y la traición habían sido lo primero en asomar, golpeándome con la fuerza de un vendaval, haciéndome sentir que el suelo se desmoronaba bajo mis pies. Pero luego, cuando el enojo comenzó a disiparse, lo que quedó fue un vacío, una sensación de pérdida que no pude ignorar.
La amaba. Esa era la verdad simple y dolorosa. Y a pesar de todo lo que había sucedido, a pesar de sus mentiras y de mis propias inseguridades, no podía negar lo que sentía por ella. Pero el camino hacia la reconciliación no era sencillo. Sabía que no podía simplemente olvidar lo ocurrido, pero también sabía que no estaba dispuesto a perderla sin luchar.
El sonido de los pasos de Valeria resonó suavemente en el pasillo. Me giré para verla entrar en la cocina, con la mirada un tanto insegura, como si no supiera cómo abordar la situación. El silencio entre nosotros era espeso, lleno de cosas no dichas, de emociones reprimidas. Sin embargo, a diferencia de los días anteriores, esta vez no había frialdad en el aire, sino algo más… algo que me daba esperanza.
—Buenos días —dijo ella en un murmullo, como si temiera que su voz rompiera el frágil equilibrio que se había formado entre nosotros.
—Buenos días —respondí, tratando de que mi tono no sonara tan distante como me sentía por dentro. No quería alejarla, no ahora que estaba empezando a aceptar lo que significaba tenerla cerca de nuevo.
Nos movimos por la cocina en un silencio tenso, preparando el desayuno como si fuéramos dos extraños que se veían obligados a compartir el mismo espacio. Pero cada pequeño gesto, cada mirada que intercambiábamos, parecía llevar consigo una carga emocional que no podía ignorar. Mientras ella cortaba las frutas y yo me ocupaba del café, me encontré observando sus manos, recordando cómo solían entrelazarse con las mías en momentos de intimidad. Ahora, esas manos se movían con una cautela que me entristecía.
Finalmente, decidí romper el silencio.
—Valeria —comencé, sin estar seguro de cómo continuar—. Esto… no es fácil para ninguno de los dos.
Ella levantó la vista, sus ojos reflejando una mezcla de temor y esperanza. Había en ellos una vulnerabilidad que no recordaba haber visto antes, y eso me tocó de una manera que no esperaba.
—Lo sé, Mateo —respondió ella, con la voz apenas un susurro—. Sé que te hice daño, y no espero que me perdones de inmediato. Pero… quiero intentarlo. Quiero trabajar en esto, en nosotros, si tú también lo quieres.
Me quedé mirándola, sopesando sus palabras. Había algo en su tono, en la sinceridad que transmitía, que me hizo creer que realmente estaba dispuesta a luchar por lo que habíamos comenzado a construir juntos. Pero también sabía que no podía simplemente olvidar lo ocurrido. Tenía que protegerme, proteger a mis hijos, y asegurarme de que lo que fuera que decidiera hacer, fuera lo correcto.
—No será fácil —le dije finalmente, dejándome caer en una de las sillas de la cocina, con la mirada fija en la taza de café que sostenía en mis manos—. Hay mucho que reconstruir, Valeria. Mucha confianza que recuperar. Y no estoy seguro de cómo hacerlo.
Ella se acercó, sentándose frente a mí. Sus manos temblaban ligeramente mientras las apoyaba sobre la mesa, pero no apartó la vista de mí ni por un segundo.
—Estoy dispuesta a hacer lo que sea necesario —susurró, y vi en sus ojos una determinación que no había visto antes—. No quiero perderte, Mateo. No quiero perder lo que tenemos, lo que podríamos tener.
El peso de sus palabras cayó sobre mí con una intensidad que no esperaba. Por un momento, me vi tentado a dar un paso atrás, a protegerme tras las murallas que había erigido tras su traición. Pero al mismo tiempo, sabía que si lo hacía, corría el riesgo de perder algo que no estaba dispuesto a dejar ir.
—Podemos empezar… poco a poco —dije, eligiendo cuidadosamente cada palabra—. No será de la noche a la mañana, pero si estás dispuesta a trabajar en ello, también lo estaré yo.
El alivio que vi en su rostro fue como un bálsamo para mis heridas. No estábamos completamente bien, pero al menos habíamos dado el primer paso hacia la reconciliación, hacia la posibilidad de sanar juntos.
El día pasó de manera lenta pero sorprendentemente reconfortante. Trabajamos juntos en la casa, una actividad que solía ser rutinaria, pero que hoy se sentía diferente. Mientras ordenábamos los espacios, mientras reparábamos algunas cosas que necesitaban atención, sentí que algo en nosotros también se estaba reparando. Cada vez que nuestras manos se rozaban accidentalmente, una chispa de lo que alguna vez tuvimos volvía a encenderse, y no podía evitar preguntarme si, tal vez, aún había esperanza para nosotros.
En algún momento de la tarde, mientras estábamos en la sala, Valeria se detuvo para mirar un viejo retrato de mis padres colgado en la pared. Sus ojos se llenaron de melancolía, y supe que estaba pensando en todo lo que había sacrificado por su misión, en todo lo que había perdido y podría perder.
—Ellos estarían orgullosos de ti —dijo de repente, su voz quebrada por la emoción.
—¿A qué te refieres? —pregunté, sorprendido por sus palabras.
—A todo lo que has hecho aquí, con esta casa, con los niños… conmigo —susurró, su voz temblando al final—. Eres un hombre increíble, Mateo. No sé cómo no lo vi antes, cómo no lo aprecié desde el principio.
Me acerqué a ella, sintiendo cómo mi propia barrera se desmoronaba un poco más con cada palabra que pronunciaba. Tomé su mano, la misma mano que había evitado tocar durante tantos días, y la sostuve con suavidad, sin querer soltarla.
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Editado: 31.08.2024