Amor, es una palabra que muchos labios pronuncian;
pero muy pocos corazones sienten.
11. El Catorce de Febrero... ¿¡Se Te Cayó El Hámster!? ✓
Cuenta la leyenda que si te casas sin amar a alguien, aprendes a amarlo; si te obligan a estar con alguien, o te acostumbras, o te fuerza a que lo aceptes, o aprendes a quererlo.
La señorita Nohemí sabía de mi enorme problema con las personas, en lo mucho que me costaba confiar en alguien, en lo poco que me importaba lastimar a la gente con tal de no salir herida yo, de cierto problema de socialización que presente desde niña y de la total indiferencia que siempre mostré -muy a mi pesar que nunca sentí- ante el hecho de que me acepte o no, una determinada persona.
No era una niña que había sido abusada, maltratada o algo parecido, o al menos no en exceso; los únicos fatídicos recuerdos que tengo de algo que estuvo cerca de un abuso sexual fue cuando Lucas vivió en carne propia la aflicción de llamar a la policía.
¿Motivo? Abuso a una menor.
¿A quién? A mí.
"Llama a la policía si te dejo de responder, da mi dirección y todo" fue lo único que escribí en WhatsApp.
"¿Estás bien? Tengo que dar una explicación si la llamo."
"Abuso a una menor". Me limité a escribirle.
El asunto no llegó a más, no hubo necesidad de llamar a la policía, no me paso absolutamente nada, él nunca me pidió la historia completa -lo cual agradezco-, y yo nunca le quise dar detalles.
Ni siquiera llegó a enterarse de si tenía parentesco o no con el imputado.
Creo que eso es lo más trágico que llegó a pasarnos a ambos, no sé si él lo recuerda; jamás volvimos a hablar del tema, fue como si nunca hubiese pasado.
Aparte había un acontecimiento parecido con uno de los maridos de mi mamá, no recordaba mucho. Si de verdad paso algo malo o no, no era capaz de recordar absolutamente nada, creo mi cerebro había bloqueado ese capítulo de mi vida. No quería recordar, así que no ponía ningún empeño en siquiera intentarlo. Si mi mente decidió olvidarlo, esconder o soterrar el recuerdo, pues por mi estaba bien.
Más allá de mi laguna mental estaba otro intento de violación y luego de ese, uno más.
Fuera de eso nunca en mi vida había experimentado algo parecido al maltrato o desprecio, he ahí el origen de todo. Me daba miedo el rechazo, le tenía pavor al abandono, ya había tenido demasiado de eso con mis padres. El sentirme desplazada, abandonada u olvidada era algo que me mortificaba.
Incluso mi madre prefería hacer su vida lejos de mí, argumentando no ser capaz de tenerme con ella por no saber cómo cuidarme. Lo más que ella hacia era darme lo estrictamente necesario para mi supervivencia; fuera de esa mínima ayuda no me daba nada ni siquiera atención o incluso amor.
Era algo complicado que la gente no me rechazara, puesto que mi carácter no era precisamente el más bonito o amigable.
Era por todo eso y por mucho más que yo era así. Por eso me obsesionaba tanto mi espacio y sentía toda esa necesidad de protegerlo a toda costa. Por eso no podía confiar en nadie, porque hasta mi propia familia me había demostrado que la gente no valía la pena. Por eso odiaba encariñarme y prefería resguardarme tras mi murallas fortificadas.
Prefería que la gente me viera amargada, inalcanzable, frívola y apática antes de que se dieran cuenta de lo débil que era, de lo fácil que podía ser lastimarme.
Aquel catorce de febrero, día del amor y la amistad -como si ese día fuera el único en el que se pudiera celebrar, ignorando los trescientos sesenta y cinco días que componen el año- Lucas y yo, por primera vez en nuestra relación amistosa, acordamos darnos un regalo.
Por fin había llegado ese día y la tortura mental que había supuesto imaginarme el millón de posibles regalos, terminó.
El conseguir el mío supuso todo una osadía. No tenía ni un centavo para comprarlo por mis medios, como me hubiera gustado, por lo que me vi obligada a recurrir a mi madre.
No sé cómo le hizo, ni de dónde sacó el dinero pero me consiguió un redondo y amarillento cojín de un emoji sonriendo. Se lo entregué envuelto en una linda bolsa transparente dorada, sellada por medio de una chonga roja.
Lo que él me dio fue un pequeño osito de peluche, con un corazón entre las patas con la inscripción de: "Love You". Aunado a esto, una taza de china blanca, la cual tenía algunos detalles en rojo. Adentro unos cuantos chocolates, en el fondo de la taza la había rellenado con papel periódico para que se viesen muchos dulces.
****
Nos lo dimos a primera hora, antes de que el salón estuviera a reventar con mis otros compañeros. Estoy segura que nadie se dio cuenta de lo que hicimos.
Como NO era costumbre entre nosotros, nos dimos un esporádico abrazo y un casi inaudible "Te quiero". Ambos nos lo dijimos y a ambos nos costó tanto hacerlo; no porque no lo sintiéramos, al menos de mi parte fue sincero, sino que... Simplemente era algo extraño, se sentía raro decirlo. E incluso el abrazo se sentía incómodo.
Luego de intercambiar regalos, fue un momento un tanto embarazoso. Era la primera vez que lo hacíamos y ninguno de los dos tenía idea de qué decir o hacer. Así que, optamos por mejor darnos la espalda y retirarnos a nuestros asientos.
Poco después hablamos y nos confesamos que no era el único regalo que nos daríamos, según los que nos dijimos habría otro más.
Mi segundo regalo sería una caja de alfajores y una semita, unos panes que a Lucas le encantaban. El problema fue que nunca los logré conseguir, por ende jamás se los llegué a dar.
El otro regalo que él me prometió, nunca lo pude ver. ¿Por qué? No lo sé. Quizá se le olvidó o quizá al igual que yo, no lo logró conseguir.