Desde que me avisaron de que tendría que irme de viaje por orden de Su Majestad, la Reina, no me imaginé en ningún momento que estaría siendo vigilada por alguien que no fuese el Segundo Príncipe. A menos que quisieran robarnos, cosa que me parecía ridícula puesto que habíamos acordado en utilizar prendas de bajo coste, no entendía la absurda persecución. Porque eso era lo que estaba pasando.
Dato importante: yo seguía con sólo mi ropa interior y mi camisa puesta. Thomas había metido el resto de mi indumentaria en su alforja, dejándome a mí medio desnuda. Sería un detalle muy sensual si estuviésemos en una habitación, tumbados en una cama, los dos solos y con un ambiente romántico, pero no. No había nada de eso. Ni siquiera podía estar tranquila, pues contábamos con una persona de más, una que ninguno de los dos sabía quién era. Pero por la respuesta del príncipe y su rapidez para reaccionar, intuí que no era la primera vez que tenía que huir de antes.
Me obligó a subir con él en su caballo. Los dos animales estaban unidos por arneses, así que el mío no necesitaba jinete. Y yo no podía montarlo, ya que no tenía puesto el uniforme adecuado para ello. Thomas me sentó delante de él, casi encima, pecho contra pecho, de tal manera que él tenía en frente el camino por el que íbamos cabalgando y yo podía vigilar a la persona que nos estaba siguiendo.
Me aferré al príncipe como si le estuviera dando un fuerte abrazo después de una larga temporada sin verle, pero todo lo hacía con el fin de no caerme. El raspón y las feas heridas que quedarían en mis piernas, incluyendo el dolor, no merecían la pena. Prefería tragarme la vergüenza y estrechar el corpulento y nada desagradable cuerpo del Segundo Príncipe.
Por el tipo de cuerpo y la brusquedad de sus movimientos, determiné que quien nos seguía era un hombre. Lucía una capucha oscura, y llevaba la cara tapada con un pañuelo. Para el sorprendentemente cálido clima en el que nos hallábamos, el hombre debía de estar sudando a chorros. Incluso yo, con una mísera camisa de tela mala, me estaba muriendo de calor. Aunque quizás debía echar la culpa de ello al rubio que tenía entre mis brazos.
—¿Por qué nos persigue? —alcé la voz para que Thomas me escuchara, a pesar de que mi boca quedaba casi a la altura de su oído.
Como ya era de esperar, el príncipe no sólo no contestó a mi pregunta, sino que pretendió no haberme escuchado. ¿Debería sorprenderme? ¿Enfadarme? Probablemente lo mejor sería acostumbrarme a este tipo de comportamiento. Quién sabrá los días que tendré que soportar al Príncipe Ermitaño.
—Eh... ¿Thomas? —un casi imperceptible movimiento con el hombro, del que no me habría dado cuenta si no hubiera estado pegada a él, me avisó de que me estaba oyendo—. Nos está alcanzando.
Le escuché soltar una maldición por lo bajo. Sacudió los arreos del caballo, instándolo a ir más rápido, pero contábamos con la desventaja de que teníamos al otro semental amarrado. No parecían ser capaces de coordinarse para correr a la vez y poder avanzar a más velocidad, así que sería cuestión de tiempo que el hombre misterioso nos sobrepasara.
Perdí la cabeza. Fue la única explicación razonable que encontré.
Desenlacé mis manos, separándome un poco del príncipe y soltando su camisa. Él, al sentir que me desplazaba, cerró sus brazos a mi alrededor, impidiendo así que yo pudiera moverme. Ejercí un poco de fuerza, empujándole lejos de mí, arriesgándome a caerme y a tirarle a él. Conseguí que me liberara a base de tirones, primero suavemente y después con más intensidad, hasta que Thomas deshizo el abrazo y dejó que me moviera con soltura.
Me colgué de él para colocarme detrás. Thomas se quejó en voz alta, preguntándome sin cesar qué narices era lo que estaba haciendo. Ojalá hubiera podido responderle, pero el plan se estaba formando en mi mente a cada segundo que pasaba y no podía distraerme en pensar en una buena contestación.
De acuerdo. Mi posición no era del todo favorable, y mucho menos estable. Mi espalda estaba pegada a la del rubio, aunque no iba a durar mucho así. Me estiré hacia delante, pegando mi caja torácica al trasero del caballo. En un momento, al apoyar la barbilla contra los cuartos traseros del animal, mi mandíbula rebotó y me mordí la lengua, pero ahogué el gemido de dolor cerrando un segundo los ojos. Al abrirlos, me deslicé hacia delante, despegándome por completo de Thomas.
—¡Aileen! —aulló él—. ¡¿Se puede saber qué demonios haces?!
Copiando su táctica, pretendí no haberle escuchado. Balanceé mi cuerpo hasta que conseguí medio sentarme en las posaderas del caballo. Estiré un brazo para agarrar el arnés que sujetaba a mi caballo y tiré de él hacia mí. La fuerza ejercida casi hizo que me cayera del animal, pero, no sé cómo, conseguí mantener el equilibrio.
Desvié la mirada un instante hacia nuestro perseguidor. El hombre cada vez estaba más cerca de nosotros, a pesar de que su montura –una yegua en no muy buen estado– no era mejor que las nuestras. Y eso que llevaba en la cintura... ¿Era un florete?