Toda la vida Draco creyó que las cosas eran fáciles.
Cuando era poco más que un bebé había aprendido que si lloraba con fuerza, su madre iba a darle todo lo que quiera.
Cuando no levantaba más de un par de palmos del piso, aprendió que era muy fácil lograr que su padre le recompensar; solo tenía que ser muy educado y responder con seguridad.
Cuando ingreso en Hogwarts, fue muy fácil conseguir un grupo de amigos que lo idolatraran.
No fue hasta que su camino se entrelazo con el de Harry Potter que empezó a dudar de las facilidades de la vida.
Aprendió en aquella sucia tienda de túnicas que no era tan fácil impresionar al morocho.
Aprendió en el tren, que no era fácil conseguir un amigo y con el paso de los años Potter fue escupiendo en su cara otras verdades.
No era fácil ser el mejor en Quidditch, no era fácil ser el más popular, mucho menos era fácil aprender a diferenciar la envidia del deseo. El amor del odio y el miedo de la cobardía.
Nadie le había enseñado que amar algo significaba perder algo, nadie le había explicado que no todas sus decisiones eran acertada, nadie le comentó que había caminos que no tenían escapatoria, nadie le dijo que había senderos que una vez que empezaban a recorrerlos, nunca podías volver.
Draco vivía una vida plena y placentera, hasta que un mestizo de ojos verdes y tez morena le enseñó que era un idiota. Que se había porfiado, que había asumido y errado tanto a lo largo del camino, que su presente estaba rodeado de penurias, muertes y dolor.
Nadie le enseñó a amar sin poseer, nadie le enseñó a perder y olvidar. Nadie le enseñó el significado del arrepentimiento, nadie le enseñó de la humildad.
Jamás creyó que amar algo que la muerte te podía arrebatar doliera tanto. Por ello, cuando el semigigante de Hogwarts, apareció en las lejanías cargando el cuerpo sin vida de Harry Potter, Draco entendió que no sabía nada y que la vida era todo menos fácil.
Miró con impotencia cómo el cuerpo, de la persona que mas odio y amo, ya no era nada más que eso: un cuerpo inerte.
No era un manojo de risas estúpidas y estridentes, no era la persona más leal del mundo, no era una máquina de meteduras de pata, no era un amigo, no era un enemigo, no era nada.
Su alma vagaba perdida en las inmensidades del universo y su corazón ya no latía protegido tras sus costillas. Sintió con asco como el suyo seguía latiendo a un ritmo cada vez más intenso. Con injusticia sentía sus pulmones expandirse recibiendo el aire y como sus lagrimales seguían ahí capaces de caer, una tras otra a un ritmo que no pensaba controlar.
¿Quién hubiese dicho que aún después de muerto, Harry Potter le iba a enseñar que dejar de llorar cuando tu corazón se rompía, era imposible?
Sus piernas no lo pudieron sostener y de su boca salió un aullido que le puso sonido a su dolor. Las personas agrupadas lejos de él, se volvían a mirarlo sin dar crédito.
Sintió el cemento raspar sus rodillas, y solo ser consciente de ese mísero dolor era devastador. No quería sentir, no quería vivir. Respirar no tenía sentido. Cerró los ojos impotente. Los colores perdieron su brillo y un potente gusto amargo le saturó las papilas gustativas. Oía murmullos pero a sus oídos solo llegaba un grito que subía y subía desconsoladamente; su grito quebrado y roto, agudo y desesperado.
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Editado: 31.07.2020