Ninguno de sus compañeros reaccionó a esa pregunta, solo él, que se quedó congelado por un instante, temeroso de voltear atrás. Las orejas se le pusieron calientes, al tiempo que las piernas le vacilaban y las manos le hormigueaban.
Un sentimiento primitivo lo dominó, como el de un cervatillo que siente la pesada mirada del cazador en su nuca, pero que no puede encontrarlo por más que lo busque. Así se sentía Diego, con la diferencia de que él no despegaba la mirada del frente, viendo como sus amigos se le adelantaban poco a poco.
De pronto, como si un niño se le hubiese subido a los hombros, sintió un peso agotador y luego la textura de una bufanda rodeándole el cuello comenzó a asfixiarlo. Intentó quitárselo de encima, pero fue en vano, aunque lo sentía, no podía tocarlo y solo lograba rasguñarse con fuerza el cuello y dar golpes al aire una y otra vez.
Sus instintos más básicos despertaron, y varios gritos internos que solo él pudo escuchar le suplicaron que corriera «¡Muévete! ¡Muévete! ¡Corre, idiota! ¡Que nos va a matar!», pero las piernas no le contestaron. En ese momento hubiese sido más fácil empujar a la mula más terca o al buey más pesado que intentar mover a Diego de su lugar.
El cuerpo se le había vuelto pesado, como si sobre sus hombros reposaran toneladas de hormigón. Y aun así, de manera casi sobrenatural, su pierna se movió, pero no al frente, como Diego deseaba para poder alcanzar a sus amigos, sino hacia la izquierda. Poco a poco su cuerpo giró en esa dirección hasta que posó la mirada sobre el Pastor de Nubes, la icónica obra de arte que tantos graduados habían visto al salir del Aula Magna... al pie de la escultura un muñeco lo esperaba.
Diego no daba crédito a lo que veía, a lo que sentía, creyéndose en un sueño lúcido que era incapaz de controlar. Su cuerpo avanzó a un paso lento y continuó hasta llegar a la escultura y, sin dudarlo un segundo, sin poder reconocer si los movimientos que hacía eran por voluntad propia o no, se agachó y recogió ese muñeco lleno de detalles, una especie de payaso.
Media unos treinta centímetros y estaba hecho de madera, con el rostro perfilado, pintado con cuidado y decorado con colorete, ojos verde intenso y una sonrisa grande de extremo a extremo. Iba vestido con ropa delicada, con rombos y rayas intercaladas de colores vivos e intensos, rojo, verde y amarillo. Un sombrero sencillo sobre su cabello aguamarina y un corbatín estrafalario completaban la indumentaria. En la mano derecha apretaba un bastón colorido y en la izquierda un pañuelo rojo.
Diego contempló absorto aquel fino muñeco hasta que escuchó leves susurros. Inocente creyó que eran sus compañeros, pero no, eran las risillas, el preludio de una voz que él ya conocía. Esta vez, aunque no había cambiado su tono suave y melódico, le dijo a Diego unas palabras que sonaron como gritos amedrentadores. Una frase simple, pero que lo hizo sacudirse con fuerza; un ultimátum.
—Jugaremos el juego de la escalera.
«¿Acaso estoy inconsciente? ¿Me desmayé en el entrenamiento? Estoy alucinando, esto es una pesadilla, tengo parálisis del sueño o algo así». Su mente se negaba a creer lo que veía e intentaba buscarle explicación, mientras intentaba voltear hacia sus compañeros.
Lo logró con dificultad, viéndolos alejarse casi al trote, pasando justo al lado de los murales sin nombre de Fernand Léger. Intentó llamarlos con la voz ronca, estiró su mano en vano, pero la única respuesta que obtuvo fue:
—No te vayas, será divertido —la voz era firme y nítida... incluso algo familiar. La analizó con cuidado, era tan cercana como si hubiese alguien frente a él.
«¿Quién eres? Intentó preguntarle, pero no pudo emitir ningún sonido, como si hubiesen cosido su boca con hilo y aguja. Además, un olor extraño, acaramelado y empalagoso, lo envolvió, mareándolo y volviendo sus piernas de gelatina; comenzaron a temblar a cada paso que daba en dirección contraria a sus amigos.
—Sigue las máscaras... Dieguito.
«¿Quién me habla? ¿Es el muñeco?», se preguntó mientras veía con cuidado al payaso que sostenía en su mano derecha. Intentó sacudirse, recobrar el control de su cuerpo, pero era como si estuviera amarrado con fuerza por correas de cuero.
—Sigue las máscaras —insistió.
«¡No puede ser! Fui... ¡Fui yo! ¡¿Qué es esto?!», se preguntó frenético, tratando de liberarse con todas sus fuerzas, soltar el muñeco, moverse hacia un lado o hacia el otro, lo que fuese... pero era inútil.
Su boca se movía, podía reconocerse, pero esas palabras no eran suyas. Diego perdió el control sobre él mismo y un extraño sentimiento, absurdo e inverosímil como todo lo que estaba sucediendo, le dejaba saber que ese muñeco lo había transformado a él en su títere.
Dominado por aquella voluntad misteriosa, su mirada desesperada se desprendió de la espalda de los otros y se posó sobre la base de una columna a la izquierda. Ahí, oculta a plena vista, aguardaba una máscara de trapo colorido, rojo chillón. Caminó hacia ella con las piernas temblorosas, dejando atrás al Pastor de Nubes. La sostuvo en la mano izquierda y luego miró alrededor. A no muchos metros, otra máscara de un color cantoso lo esperaba en el centro de un pasillo que lo llevaría fuera de Plaza Cubierta, de regreso al Pasillo de las Banderas.
El corazón comenzó a palpitarle más rápido de lo que ya lo hacía y quiso detenerse, mas era imposible. Rompió a llorar de frustración, incapaz de adivinar que aquello solo había empezado. Sus costillas se contrajeron y de su boca quiso salir un grito atronador cuando estando cerca de la salida, entre sombras alargadas, una mano blanca se asomó con sutileza, rasguñando el muro con largas uñas amarillas. Una silueta decrépita, demasiado delgada para ser humana, lo vio con una sonrisa de dientes negros. El grito interno de Diego fue tan intenso que habría alcanzado a sus amigos e incluso lo hubiesen escuchado personas a un par de kilómetros de ahí, pero fue sofocado por la voluntad de un ente invisible, que lo obligó a obedecer.
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Editado: 14.09.2023