Un silencio incómodo gobernó la sala por algunos segundos. Ninguno de los presentes fue indiferente ante el veredicto de Naira, ante lo que implicaba. Si no rescataban a Diego no solo él estaría condenado, todos lo estarían.
—No... ¡No! ¡Tenemos que encontrar a Diego! ¡¿A qué esperamos?! —Victoria parecía poseída por un frenético deseo de escape y dirigió la marcha hacia el segundo piso, pero en el descanso de la escalera se toparon con un muro tosco de cemento
—Se los dije, las cosas aquí son extrañas —insistió Naira con pesimismo.
—¡Vamos, seguro hay otra forma! —gritó Victoria que de inmediato iba a separarse del resto en busca de una subida, siendo interrumpida por Gabriel que la tomó del brazo con firmeza.
—¿Qué dije? Nada de separarnos. Estoy igual de preocupado que tú... pero no. Vamos con calma, muchachos, si es verdad lo que dice Naira...
—¡Es verdad! —insistió ella.
Gabriel agachó la mirada y respiró profundo antes de continuar hablando.
—Debemos de hacer las cosas con cuidado a partir de ahora. Busquemos dentro de los salones de este piso primero, pero todos juntos —miró con firmeza a Victoria al decirlo.
Comenzaron, de mala gana, por el alargado pasillo de la izquierda. Era angosto, demasiado estrecho si lo comparaban con el extenso lobby del piso inferior; faltaba el aire y tenían que ir uno detrás del otro para no chocarse con las roñosas paredes verde pálido.
En cada uno de los lados había numerosas puertas de madera que se extendían hasta el final, y sobre sus cabezas varias lámparas en fila recta que titilaban con frecuencia. Ese leve fallo de luces no resultaba tan molesto como el sonido que producían, un zumbido que aumentaba y disminuía en intervalos cortos taladrándoles los oídos.
Se habían convencido de que todo estaría bien, dándose palabras de ánimo e intentando hacer de menos la amenaza a la que se enfrentaban, pero solo de la boca para afuera. Por dentro la incertidumbre hacía mella en sus corazones, al mismo tiempo que una pregunta resonaba en la cabeza de cada miembro de ese grupo de infortunados «¿y si no logramos salir de aquí?».
Caminaron hasta la tercera puerta; las demás estaban atascadas o bloqueadas por algún objeto en el interior. Edgar se puso firme frente a esta y la abrió de un tirón, sobreponiéndose por un segundo a todos sus miedos. Adentro aguardaba un salón de clases iluminado, con pupitres de madera ordenados en filas estrechas y apretadas. Sobre cada asiento hallaron cuadernos abiertos y lapiceros, como si hubiesen interrumpido una clase en curso. Todo lucía normal, salvo por las palabras escritas en la pizarra.
—Unas instrucciones —señaló Estefany antes de comenzar a leer en voz alta.
«A los estudiantes se les recuerda que el elevador de la derecha está averiado. Deben usar el de la izquierda, pero por un fallo en el contrapeso este no podrá llevarlos hasta el último piso, solo deben usarlo hasta el piso once, usen las escaleras a partir de ahí. Algunos escalones están dañados, por favor tomen sus precauciones. Gracias».
—Pero no existe piso doce... —expresó luego de terminar.
—Puede ser que si exista —intervino Naira —, aquí todo es posible.
—¡Entonces vamos! —exigió Victoria, aunque todos la detuvieron en el acto.
—No, no, no, cálmate Victoria —Edgar la detuvo bloqueando la puerta con la mano —. No sabemos donde estamos ni quién escribió eso. No podemos hacerle caso a todo lo que veamos.
Mientras los otros discutían, Gabriel caminaba entre los pupitres, mirando con atención las páginas en blanco «si esto es un juego ¿qué tipo de juego es? Si es una carrera contra reloj deberíamos tomar el elevador y subir al piso once... pero ¿podemos confiar en las instrucciones que nos da?». Gabriel intentaba dilucidar el enigma, pretendiendo pensar más rápido que la entidad que los tenía cautivos.
Se sentía como en un callejón sin salida hasta que notó en la esquina de un cuaderno un apunte diferente. Tres palabras simples escritas de forma rápida, casi garabateada, pero lo bastante clara como para leerlo.
«¡No le Crean!», rezaba aquella nota y cuando Gabriel se dispuso a leérsela a los demás en voz alta, los cuadernos se cerraron con violencia, helándoles la sangre y obligándolos a correr fuera del salón, perseguidos por un zumbido fuerte que no cesó hasta que Edgar cerró la puerta detrás de él, maldiciendo su suerte.
De poder detenerse lo hubiesen hecho, pero todos sabían que se acababa el tiempo. Continuaron abriendo las puertas, esperando encontrar una subida en lugar de una bestia salvaje. Muchas estaban cerradas, otras llevaban a clones exactos del aula que quedó atrás. Nada diferente hasta que llegaron al final del pasillo.
Los pies de Naira no dejaban de moverse mientras se quitaba el sudor de la frente, ansiosa. Estaban frente a la puerta que llevaba a las escaleras exteriores. «Aquí vi a Diego, intente alcanzarlo, pero las sombras me persiguieron», explicó mientras Estefany intentaba abrirla, estaba trabada.
—Era de esperarse —susurró Gabriel mientras se daba la vuelta hacia la última puerta a la derecha—. Aquí tiene que haber una subida.
Puso su mano sobre el pomo y comenzó a girarlo con lentitud; estaba frío como si al otro lado hubiese un congelador. Del interior un pequeño chirrido, similar al de un pupitre arrastrándose sobre el suelo, lo detuvo. Gabriel no soltó el pomo de la puerta, solo se quedó estático hasta que Estefany habló unos segundos después.
—Ábrela ya o ciérrala, pero no nos quedemos aquí.
—Esto está tardando demasiado, deberíamos... —Victoria iba a decir algo que todos pensaban, pero Edgar no demoró en detenerla.
—Nada de separarnos.
Inhalaron profundo y Gabriel abrió la puerta sin saber qué esperar.
Un olor pestilente salió disparado del lugar casi en el acto, causando las arcadas de muchos, como si alguien hubiese estrellado docenas de huevos podridos sobre el suelo y las paredes de la habitación. La cerámica estaba sucia y el interior no tenía luz; ni siquiera la que provenía del pasillo lograba penetrar en la insondable oscuridad.
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Editado: 14.09.2023