Dar la espalda a Alessandro es más difícil de lo que parece, a cada paso, siento su mirada detrás de mí. Devolverme para refugiarme en sus brazos es lo único que quiero. La necesidad de sentirlo junto a mí es tan apremiante que me duele aún más que mis propias heridas. Yo quiero oler su perfume, sentir su piel contra la mía, su mirada en la mía, y el calor de su respiración sobre mis labios al acercarme a su boca.
Lo sé, estoy perdiendo la cabeza. Existen miles de razones por las que no debería sentir una pizca de sentimientos por Alessandro y cada una de ellas me perfora el alma.
De pronto, me imagino su mano agarrar mi brazo, girarme y abrazarme. Con esa imagen en mente, cuento mis pasos, uno por uno; pero Alessandro no parece querer ir a por mí.
¿Debería devolverme?
Cada pisada me aleja más de él.
Solo tengo que girarme, y correr hacia él.
Pero no lo logro, no puedo.
Y poco a poco, la imagen de Alessandro conmigo en sus brazos se disipa como vapor en el aire. Con prisa, seco mis lágrimas y apresuro el paso.
Al alzar la mirada, como por arte de magia, Antón aparece en mi campo de visión, justo al frente mío. Paro de caminar y lo miro sollozando. Su mano se presenta ante mí, sin pensar la tomo, dejándolo llevarme a donde él quiera.
Sin decirme una sola palabra, Antón camina con prisa y lo sigo sin preguntas. Puerta tras puerta, Antón me guía hasta llegar al vestuario de los hombres. Con delicadeza me gira, y sin esperármelo me abraza. Su calor me reconforta, es como un sol después de la tormenta. Siento una energía positiva acobijarme y protegerme. No me muevo, no hablo, solo quiero aprovechar ese momento.
—Catalina, déjame ver tu espalda —susurra a mi oído. Por instinto retrocedo y sus brazos me encierran aún más—. No hay nada que no haya visto ya Catalina. Te conozco desde pequeña, ¿lo olvidas?
—No es lo mismo, y lo sabes —me apresuro a decir.
—Nadie más te puede ayudar, y lo sabes. Por eso huiste de Alessandro para que él no te descubriera, ¿me equivoco? —pregunta, alejándome un poco para verme, y bajo la mirada para abrazarlo de nuevo.
—¿Qué tengo que hacer? Dime, ¿qué diría mi hermano? Estoy perdida, Antón, dime qué hacer —ruego, antes de llorar en sus brazos. Siento su aliento de frustración, y su abrazo apretarme aún más rompiendo las barreras de mi desesperación.
En el vestidor solo se puede escuchar mis llantos y el silencio de Antón esperando con paciencia a que mis lágrimas se agoten. Y a pesar de las posibilidades, ellas se detienen.
—Déjame curarte —contesta serio y firme. Sus brazos me sueltan mientras lo observo caminar hasta el casillero de mi hermano, y abrirlo.
—¿Tomaste su casillero? —pregunto divertida, secándome mi nariz con mi mano. Pero Antón no parece seguir mi broma.
—No, es el de tu hermano. Nadie tuvo el corazón para reemplazarlo. Nadie pidió sus cosas, y con el equipo decidimos dejar a nuestro capitán con nosotros —me explica, antes de sacar una pequeña mochila y traerla sobre el banco—. Siéntate y quítate la camisa.
—Mi... ¿mi camisa? —pregunto desconcertada.
—Como quieras que te cure vestida —responde bravo. Luego su mirada se suaviza, y sonríe—. Prometo no mirar —jura, guiñándome el ojo.
—Devuélvete —ordeno, y apenas Antón deja de verme, desbotono mi camisa lo más rápido que puedo. Cuando estoy por quitármela, crispo mi mandíbula anticipando el dolor. Paso una mano por detrás, jalándola desde abajo. —Ya, está —digo con timidez, esperando a que Antón me diga qué hacer.
Silencio.
—¿Quieres que lo haga? —termino por preguntar, insegura.
—No, lo haré. No pensé... solo acuéstate boca abajo sobre el banco —me pide con la emoción a flor de piel. Mi barbilla tiembla de tristeza, sé lo que Antón está mirando: las mismas heridas que vi esta mañana, las mismas heridas que no deje a Alessandro ver—. ¿Te curaste sola? —pregunta, molesto.
—¿Quién más? —pregunto con el mismo tono.
—¿Tu madrastra? —propone, al quitar cada una de las compresas pegadas.
—No la llames así, ella es la esposa de mi padre, nada... ¡duele! —grito, mordiendo mi dedo con fuerza.
—Estate quieta, si te duele es.... Pegaste las tiritas sobre las heridas, por eso te duele tanto. Va a picar un poco —me avisa. El olor a alcohol invade el aire, antes sentir la fría compresa sobre mi piel al rojo vivo; inspiro hondo.
—Debes defenderte Catalina —suelta Antón molesto.
—Es mi padre, Antón.
—Ben comenzó las artes marciales para defenderse, Catalina. Defenderse y defenderlas.
—Estoy un poco vieja para eso, ¿no crees?
—Nunca es tarde —dice animándome.
—¿Me enseñarías? —pregunto, mordiendo mi dedo otra vez, al sentir la crema helada pasar en cada laceración.
—No te muevas, tendré que apretar los bordes para cerrar la herida y poner una tirita. Y no, no puedo enseñarte, Catalina. Tiene que ser una persona que no te conozca como yo. Ya casi termino —me informa, al pegar la última compresa—. Puedes vestirte —suelta, antes de levantarse y guardar todo en el casillero de nuevo. Aprovecho el momento, para poner mi camisa de nuevo.
—Tengo que irme para clases, y tú también. Intenta tomarlo con calma. No se te olvide tomar las pastillas, y Catalina —dice acuclillándose frente a mí, y tomar mi rostro entre sus manos—. Pase lo que pase, nunca pierdas la fe. Quiero que comas, vayas a clases, y quiero que vuelvas a tus clases de piano.
—Estás pidiendo mucho —digo desconsolada.
—Me preguntaste lo qué debías hacer, y te estoy contestando. Vuelve a clases, no faltes. Coma, y vuelve con tus actividades.
—No sé si podré volver a casa, Antón —confeso mortificada. Antón sopla de frustración, y baja la cabeza. Luego sin decirme nada, toma su celular y compone el número de alguien.
—¿A quién llamas? —pregunto en pánico.
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Editado: 28.07.2021