En la cafetería, sentada con una bebida caliente y un pedazo de queque de zanahoria, contemplo la pared de granos de café imaginándome figuras extrañas. Ese muro, rojo en los bordes, parece querer contarme una historia. De forma extraña, esa historia se asemeja a la mía: un puente, una moto, una copa de champaña, un piano, una faja, una cama. Y sé con certitud que no es solamente un puente, es ese puente, y esa moto, con esa copa, ese piano, esa faja, y esa cama. Momentos de mi vida, tan decisivos como importantes atormentándome por dentro porque no soy capaz de decidirme. La indecisión me come por dentro, poco a poco, hasta convertir cada recuerdo en momentos sin sabor.
Con las lágrimas al borde de los ojos, desvío mi mirada por la ventana donde la lluvia sigue cayendo sin cesar. Afuera, las personas se apresuran y se tapan a como pueden para cruzar la calle.
Tengo que decidirme, irme o quedarme.
¿Irme para dónde?
¿Quedarme para qué?
Ben me dio la oportunidad de poder empezar desde cero. Sin ánimos, tomo mi tenedor y parto mi queque en un pedazo diminuto. Este pedazo, es igual a mí: sin madre, sin padre, sin hermano, solo. No soy la hija de mi padre, no soy la novia de Alessandro, no soy nada para el Cuervo. ¿Qué hago aquí? ¿Qué haré mañana? Sin ganas, me como mi abandonado pedazo de torta. A medida que lo mastico, mis lágrimas caen sobre mis mejillas hasta alcanzar mi boca. Con mi lengua, limpio mis labios y sigo masticando. Poco a poco, el sabor de la sal de mis lágrimas invade mi paladar convirtiendo el rico sabor de zanahoria en algo más metálico y amargo: el sabor a soledad.
Sin poder más, empujo todo sobre mi mesa y me escondo entre mis brazos. No debí irme de la cama de Alessandro: su calor me hace falta, extraño la seguridad de sus brazos, necesito tanto escuchar su voz. Y me arrepiento, porque esta mañana borré para siempre cualquier posibilidad de conocer los sentimientos de Alessandro al despertar conmigo: una sonrisa, un beso, una caricia, una palabra, perdidos para siempre por mi cobardía. Por miedo a ser rechazada.
El pitido de una alarma me saca de mis lamentos. Lentamente me enderezo y chequeo lo que suena. El moderno reloj en mi muñeca izquierda me devuelve a la realidad. Un mundo donde no tengo a nadie conmigo, pero sí tengo una misión. Una tarea que mi hermano me encomendó.
No puedo defraudarlo, no puedo darle la espalda y dejar todo su trabajo en vano. Tengo que seguir por él y por mí. Ya no tengo nada que perder, esa misión es lo único que me queda, lo único por lo que vale la pena despertar en la mañana.
Con mi dedo índice, toco la pantalla pequeña del reloj, y chequeo el estatus de las descargas. Por lo visto, SIM3 tomó menos tiempo de lo pensado. Intrigada, selecciono la primera carpeta, pero un mensaje de error de conexión parpadea. Toco sobre el mensaje, y pido más detalles. De inmediato, SIM3 me pide sincronizar mi reloj con mi celular. Enseguida, coloco mi celular en modo “bluetooth” y seleccionó el dispositivo de mi reloj. La sincronización se efectúa con lentitud, y por mientras tomo mi taza de cerámica blanca para beber mi café... ahora frío. Con asco, la vuelvo a colocar sobre la mesa.
De pronto, me imagino a mi hermano sentado, solo, en ese mismo lugar, con ese mismo café, mirando a las personas por la ventana, trabajando con SIM3 pensando en mí. Esa idea me brinda valor. Ahora, al menos, tengo algo en común con mi hermano. De alguna forma, trabajar con SIM3 es como compartir algo de su vida. Con una sonrisa, veo la aplicación de SIM3 instalarse en mi celular. Pronto, tendré a mi hermano en mi celular. Cada vez que me sienta triste o sola, podré ver todos sus videos y tenerlo solo para mí. Para mí, sola.
Apenas el programa se descarga, lo abro; de una vez, la petición de colocar mi dedo para escaneo digital aparece. Sin pensar, procedo. Y después de numerosos procesos de seguridad, por fin SIM3 me da la bienvenida: y estoy dentro. Tengo las llaves del programa de Ben.
Estoy con Ben, estoy en su mente.
Juntos, podremos seguir y continuar con nuestras vidas.
Juntos, cobraremos lo que se nos fue quitado.
Con él, tomaré el control de mi vida.
Por él y por mi madre, cobraré nuestros momentos robados.
Por ellos, me vengaré.
Decidida, vuelvo a seleccionar la misma carpeta. Y comienzo a mirar todos los videos, uno por uno. Por el momento, ninguno de ellos me sirve. Todos, sin excepción, son videos de vigilancia de tránsito. Aburrida, decido ir al final de la lista, y selecciono las últimas.
Apenas los primeros segundos desfilan, me petrifico: tengo a mi madre y a Ben en la pantalla. Nerviosa, paro el video -miro alrededor mío y verifico que no hay nadie sospechoso- paso mi lengua sobre mis labios, trituro mis dedos, respiro y le doy clic de nuevo.
Por el momento no quiero analizar sus contenidos, solo veo cada video sin pensar. Con cada uno de ellos mi corazón se aprieta con fuerza, mi mandíbula se contrae, mi corazón se acelera, y mis ojos me queman hasta alcanzar el momento fatídico: el segundo exacto en el que sabes que no hay esperanza y que todo se acabó.
Aturdida, con la mente en blanco, sigo sin poder creer lo que mis ojos vieron. ¿Cuáles son las probabilidades? Nunca creí en la versión oficial del ahogamiento. Siempre me culpe por no haber ido con ellos. Tantas veces me culpe por haberme resfriado. Todo el tiempo imaginándome una versión distinta a la realidad. Pero la verdad es aún más cruel que la versión oficial. Las probabilidades... de todos los días, de todas las horas, de todos los ríos, de todas las presas, de todos los puentes, tenía que ser este día y a esta hora en este puente. Quiero y necesito más detalles.
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Editado: 28.07.2021