No llores, mi Princesa

CAPITULO 10

Los primeros rayos de sol me despiertan. Con pereza me estiro, me siento tan a gusto y libre que alargo el tiempo un poco más antes de prepararme para clases. Giro entre las sábanas sin querer abrir los ojos. De pronto, cada recuerdo del día de ayer vuelve a mi mente, y poco a poco mis mejillas se calientan de vergüenza. ¿Cómo pude llegar a este punto? El pánico me invade y me escondo debajo de las cobijas, podría quedarme aquí por siempre.

—Señorita, levántese, ya es hora —me dice la voz de una mujer. De una vez bajo la cobija hasta mi cuello. Una señora que no conozco camina en mi habitación diciéndome qué hacer. —¿Quién es Usted? —pregunto molesta.

—Soy la esposa del mayordomo del señor Alessandro. Él me mandó a cuidarla hasta que su padre vuelva —responde la señora de canas blancas con un atuendo confortable, al abrir por completo las cortinas—. Vamos señorita, no tiene mucho tiempo. Su desayuno está listo. También le dejé todo en el baño para que se cambie. Aquí está su bata —dice al ponerla sobre mi cama—, la dejaré para que se aliste. Estaré abajo en la cocina —me dice, antes de cerrar la puerta detrás de ella. 

¡Desnuda!  ¡Estoy desnuda!
Gimo y vuelvo a la cama golpeándola a puños y patadas, sin poder reprimar gritos de rabia. Me maltrato a mí misma por darle tanto poder a una persona sobre mí.
¡Un baño! ¡Alessandro me dio un baño!  Y grito de nuevo, antes de volver a patear con todas mis fuerzas sobre mi cama para luego sacar todo lo que encuentro en ella. Pero todo ese circo no me devuelve mi dignidad.
Sin saber si estar avergonzada, enojada o agradecida. Repaso en mi mente cada momento: mi estado al entrar en la limusina, mi ataque de nervios, y... el resto. En una tarde, Alessandro me gritó, me maltrató, me tomó en sus brazos, y me cuidó.  Alessandro es un mar de contradicciones.
Un día me grita, me regaña y me maltrata, para luego cuidarme como si fuese su maldita princesa. Esa actitud no me reconforta para nada, me desestabiliza y no sé cómo hacerle frente. Si voy a clases, tendré que enfrentarlo, pero no puedo, no puedo verlo, no después de esta noche. 
Mismo si aprecio mucho lo que hizo por mí, mi orgullo está herido. Nunca deje a nadie ver lo que él vio ayer. Y ahora con qué cara iré a verlo hoy. ¿Y esa señora? ¡Cómo pudo meter a una persona desconocida en mí casa! ¡Sin mi consentimiento!
Estoy tan cansada de que todos se metan en mi vida. Después de todo, ¿quién le pidió seguirme ayer? ¿Quién le dijo de llevarme a casa? ¡Nadie! Yo no le pedí nada en absoluto. Quería ir allá sola, y volver sola.
¡Cómo pudo desvestirme y darme un baño! ¡En serio! ¿un baño? ¡¿Quién se cree?! ¡No soy una de sus muñecas que él puede manipular a su gusto!
Hoy, no pienso hablar con él. Alessandro se pasó de la raya; tomó decisiones sin siquiera consultarme y no lo dejaré dirigir mi vida a como mi padre lo hace.

Del enojo, en cuestión de minutos estoy abajo. Mis ojos dan con la mesa de la cocina donde un desayuno digno de una reina, me espera. La señora no está en la cocina a como ella me había dicho, pero afuera regando las plantas del jardín. Ese desayuno me recuerda, con un pellizco en el corazón, la rutina de mi madre: todas las mañanas, mi madre regaba las flores mientras mi hermano preparaba su receta secreta de pancakes, y yo por mi lado me sentaba a tocar el piano. ¿Hace cuánto tiempo que no comí un desayuno aceptable? Ni siquiera lo sé.

—Es bueno verla comer —dice la señora, sirviéndome otro vaso de jugo de naranja recién exprimido. 

—Ni le pregunte su nombre, disculpe si fui grosera con usted esta mañana —digo al tomar el vaso. 

—No se preocupe, yo sé que usted no me esperaba. Me llamo Marta, es un gusto estar aquí. Mi señor tiene razón, sabe, no es bueno que una señorita como usted se quede tanto tiempo sola en una casa tan grande —opina ella, mirándome a como una abuela escruta a su nieta. 

—Estoy acostumbrada —digo alzando los hombros, antes de tomarme el vaso de un tiro—. Gracias por el desayuno.

—Gracias a usted señorita, le dije al señor Alessandro que era presumido hacerme venir aquí sin su consentimiento —explica Marta, a modo de disculpa. 

—Usted...

—Llaméme Marta.

—Marta, no es su culpa. Si se siente incómoda puede volver, le diré a Alessandro que la mande para su casa.

—¡Cómo! No, señorita; estoy para servirle —me explica Marta, colocando su mano sobre la mía. 

Ese gesto me hace sentir bien, hace tanto tiempo que no recibo los abrazos de mi madre y de mi hermano que se me olvidó a cómo se sentía. Soplo hondo, y decido ir a por mis cosas. —Llámeme Catalina, por favor. Por cierto, apenas sepa que mi padre está de camino la devolveré para su casa, Marta —digo con pesar.

—Pero, bien puedo seguir aquí Catalina. No me molesta —objeta ella con esperanza, al lavar los trastes. 

—No será necesario, Marta —repito firme, antes de tomar mi mochila. 

—Por cierto, el señor trajo su vehículo de vuelta, y le mandó a su chofer para que la lleve a clases —me advierte con una sonrisa.

Y siento el calor subir a mis mejillas, la sangre me hierve, ¿cómo se atreve? Sin hacerle caso, tomo las llaves de mi auto y voy abajar cuando me topo con otro guardia de seguridad. —Está en mi camino —digo molesta. 

—Buen días señorita, el señor Alessandro, me pidió... 

—¡Me importa un carajo lo que él le haya dicho! ¡Salgase de mi camino, esta es mi casa! 

—El Señor Alessandro, me pidió decirle que viera sus mensajes antes de irse. 

Con mala gana, tomo mi celular y deslizo mi dedo sobre la pantalla. En efecto, hay un mensaje de Alessandro: “Tome la libertad de hacer unos cambios en tu casa. Sé que no te gustarán, así que no te desquites con ellos. Nos vemos A3”.
—¿A 3? 

—Alessandro el tercero —me explica el guarda de seguridad sonriendo. 

Miro al guardia con perspicacia, y decido cambiar de táctica. —Supongo que usted no habra desayunado todavía, ¿verdad?




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