Entonces ocurrió sin aviso alguno, las huellas se suspendieron en el tiempo, un par de niños que se bañaban por gusto eran ahora una fotografía, una anciana de porcelana se aferraba a su paraguas gris y algunos jóvenes y adultos posaban como en una pintura antigua. No pensé en resfriarme, nadé en la calle hablándole a todos y nadie me oyó, sacudí sus hombros, pero nadie lo sintió, me les planté enfrente y nadie me vió, era inútil, pero mis sentidos no podían creerlo. Por arte de magia, la gente dentro y fuera de casa se había paralizado por completo. ¿Están muertos? ¿Esto es real? ¿Qué acaba de suceder? Solo yo podía moverme pero mis entrañas estaban tan petrificadas como las suyas. Tan desconcertante, todos se habían vuelto estatuas impermeables indiferentes al frío de la inundación que abrazaba sus rodillas y trepaba sin descanso hacia sus cuellos en cuestión de minutos. Parecía que no pararía de llover nunca, el río invadió cada rincón, arropó las estatuas y me obligó a ignorar lo sucedido para actuar por el bien de mi propia vida subiendo a la azotea como pude. En ese entonces que hasta el sol podría haberse mojado, me moría de frío, alimentarme solo de la lluvia y del olor a humedad me debilitaba considerablemente.