Está sentado de nuevo en el sofá invocando retazos de pasado con la guitarra entre las manos. Lo miro y me mira. Relame sus labios y oscurece su mirada. Quiere avanzar, pero algo lo detiene.
—¿Quién es Eva? —me atrevo a preguntar.
—Tú.
Niego.
Me levanto y arrastro las cadenas hasta donde se encuentra tendido.
Lo miro desde arriba y tomo la guitarra para tirarla luego al suelo. Voy a enfrentarme a mi verdugo y me siento débil, pero tengo todas las de ganar.
Me siento a horcajadas sobre su regazo y desprendo los botones de su camisa. Está inmóvil. Se tensa cada que mi piel rosa la suya. Siento corrientes de letargo emanando por mis poros. Y olvido el plan cuando vuelvo a probar sus labios, cuando vuelvo a abrir la herida en la carne de su boca y el metal colorado me tinta los dientes.
Me veo suspirando su alma en un arrebato donde ahora soy yo quien lo profana, donde su cuerpo ahora es mío, donde se convierte en mi presa y yo en su verdugo. Algún día los papeles tenían que cambiar y no sé si es el momento, pero de ahora en más hasta que cobre cada uno de los minutos que me ha guardado oculta, su sangre va a saciar mis demonios.
Muerdo su cuello y en el momento en el que su fuerza va a tumbarme en reversa lo obligo a rendirse ante mí, ante el placer que duele y ante una promesa de mal presagio. Quizá encuentre la purga de sus infiernos mientras me vuelvo diosa de los inframundos buscando una gota de venganza. Quizá pueda hallar a Eva de mi mano, consumido en el calor que desgarrará su piel y pulverizará sus huesos cuando por fin pueda ser libre.
Respira. Infla su pecho y vuelve a quedar vacío cuando el aire sale por su boca con restos de alcohol. Está extenuado y podría jurar que su alma desea cianuro para impulsarse. Deslizo mis dedos fríos y rotos por su torso desnudo. Ojalá tuviera navajas para excavar y extirparle las vísceras, escurrir su piel de sangre y… deshacerme de mí mientras me deshago de él. Suprimir lo que queda de mi existencia y… Ojalá pronto.