Nochebuena

La santa

Todos los derechos reservados ©. Cualquier copia parcial o total requiere autorización escrita de la autora.

 

Esta es una obra de ficción que no refleja verdad ni esencia. El contenido abarca temas que pueden resultar ofensivos para algunas creencias, se recomienda discreción.

 

Lo visité esta tarde, con toda esa gente que él atiende y ayuda en su consultorio. Me vio con una sonrisa y le dijo a sus pacientes.

“No sé si es porque esta mujer está escribiendo el libro de mi vida que logramos una conexión tan estrecha, no saben la alegría que me da cuando viene. A veces pienso en ella y me dan muchas ganas de verla, abrazarla, aunque sea un momento, y con eso es suficiente para que me haga el día.”

Comprendí que, por primera vez en mi vida, un hombre de ama de manera asexual, sin apegos, sin malicia, un amor puro que pocos son capaces de sentir.

Aún estoy en proceso de terminar su novela biográfica, pero, mientras eso sucede, este libro lo dedico al chamán Mario Ambrosio, un hombre de amor que se entrega por completo al bienestar de las personas.

La santa

Como todos los domingos, el templo de San Francisco Javier, en el pueblo de Tepotzotlán, estaba completamente lleno, sin embargo, todos siempre reservaban un asiento para doña Ana, una mujer de 75 años a la que consideraban una santa, alguien que no faltaba a misa, quien siempre tenía un billete de alta denominación para el momento de dar el diezmo y a quien la gente se acercaba para recibir sus consejos y ayuda.

Ese día, doña Ana llegaría acompañada de una joven de gesto nauseabundo, evidentemente, de muy mal humor.

―¡Doña Anita! ―una mujer se acercó a ella―, ¡qué bueno que la veo! Mire, mi marido le manda esto. ―La mujer alargó un canasto con huevos.

―¡No, hija! ―exclamó la anciana―, ¿cómo crees? Déjenlo para su familia.

―No le voy a aceptar un no, las ventosas que le puso le ayudaron mucho con su espalda.

―¡Ay, hija! ―la anciana habló, conmovida―. Ya que insistes… con esto completo para mi semana, mira ―señaló a la joven a su lado―, ya tengo otra boca qué alimentar y, ¿qué te digo? Ni mi viejo ni mis hijos me quieren dar más dinero.

―No me diga que esta es Calista ―la mujer observó a la joven―. ¡Qué grande está!

―Entró a la universidad de Cuatitlán y se va a quedar con nosotros porque sus papás viven hasta Milpa Alta. Pero saluda, muchacha ―la anciana reprendió a Calista―, no seas maleducada.

―Hola ―ella apenas musitó esas palabras con un gesto inexpresivo.

―Hola, Calista…

―¡Cali! ―reclamó ella―, no me llame Calista. Odio mi nombre.

―Discúlpame, hija ―dijo la anciana en tono maternal―, mi hija la tiene muy malcriada. No sé cómo me va a ir, entre el abandono de mis hijos, el malgenio de mi marido y esta chamaca grosera…

En ese momento interrumpió otra persona, pidiendo consejo de su conocimiento de herbolaria para una dermatitis, otro más entregándole un billete en agradecimiento por unas plantas que le regaló y cada vez más y más personas, demostrando agradecimiento y cariño a la anciana. La última fue una mujer joven que llevaba un bebé en brazos, pidiéndole apoyo ya que su marido había tenido una mala semana.

―No tengo ya dinero, hija, pero ―la anciana le alargó la canasta de huevo―, mira, me acaban de regalar esto.

―¡Ay, doña Anita! ―exclamó la joven, conmovida―, la voy a dejar sin comer.

―No te preocupes, hija, Dios proveerá.

Al fin terminó el desfile de personas que llegaron a la anciana, en ese momento salió el sacerdote y esbozó una amplia sonrisa al verla.

―¡Anita mía!, pase, ya le tienen apartado su lugar.

―Ni modo, hija ―la anciana miró a su nieta―, nadie sabía que me ibas a acompañar, te vas a tener que quedar parada.

―No voy a entrar ―dijo Calista de forma grosera―, aquí te espero.

―Puedes entrar, les diré que se amontonen en la banca para que… ―el sacerdote intentó tomar a Calista del brazo y ella lo rechazó de forma violenta.

―¡No me toque!

―¡Calista! ―regañó su abuela.

―¿Ella es Calista? ―el sacerdote perdió completamente la sonrisa―. No se preocupe, Anita, déjela acá afuera, hay bocinas, hasta acá se escucha la misa.

Mientras entraban, la chica se hizo a un lado, evitando al sacerdote y dedicándole una mirada inquisidora.

―No te estoy tocando, no exageres ―exclamó el sacerdote.

―No, si ya tocó suficiente ―dijo ella en lo bajo. El sacerdote simplemente siguió caminando, fingiendo no escuchar. Ana, muy discretamente le propinó un fuerte pellizco en el brazo.

―¡Ya nos arreglaremos en casa!

Doña Ana entró a la iglesia mientras Calista frotaba su brazo, observando a su abuela con odio.

Todos en el pueblo amaban a esa mujer, pero era porque de ella conocían lo que Ana fingía ser, pues la Ana que su familia conocía, era alguien muy diferente.



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En el texto hay: brujeria, polémica, guias espirituales

Editado: 22.12.2023

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