El tiempo pasaba lento cada perezoso día de verano en la pequeña isla Tortuga. Sus habitantes no se solían desesperar por la tranquilidad reinante, sabían captar la hermosa parsimonia de cada momento y disfrutarlo como un don otorgado por los dioses.
Y en esa tarea se encontraba la androide, aprendiendo a ser paciente sin aburrirse, buscando entretenimientos en un sitio en el que nunca había nada que hacer, tumbada en una hamaca tomando el sol, mirando el apacible rompeolas. Debía controlar la inquietud de su espíritu y, además, a la euforia que le azotaba el vientre siempre que notaba cerca al hombrecillo.
—¿Se puede saber qué hay tan divertido bajo el agua que te veo todos los días metiéndote ahí? —preguntó Dieciocho a Krilin, que aparecía por la orilla.
Él caminó con andar pausado hacia la tumbona, quitándose las gafas de bucear y restañándose con el dorso de la mano las gotas de agua salada que le caían desde la frente hasta los ojos. No tardaría en secarse, ya que el calor seguía abrasando aun a esa hora de la tarde y sólo un brisa fresca pasaba intermitentemente por allí.
En la corta distancia, apreció sus absurdamente tonificadas formas moviéndose con pesadez al principio, aunque con más soltura después, sin menospreciar el calzón rojo que le cubría graciosamente las piernas hasta por encima de las rodillas, pegada por completo la tela a la piel en movimiento.
Lo miraba con su típica mirada gélida, esa que dejaría a cualquiera temblando de la impresión, pero a la que él correspondió sonriendo con calidez, sabiendo que el tono de voz que la acompañaba, siempre grave y bajo, monocorde, en apariencia seco, sólo indicaba una curiosidad genuina subyacente.
—Deberías probarlo —hizo un gesto brusco con la mano para sacudir las gafas, que pendían en su mano, y así salpicar a Dieciocho con los restos de agua—. Seguro que se te quita el aburrimiento.
—No hagas eso —protestó ella, tapándose los ojos con una mano.
—Eres una quejica —rio él. Se fijó entonces en su mentor, que descansaba en otra hamaca situada a unos metros de ellos—. ¿Sigue durmiendo el maestro?
—No he tenido más remedio.
Krilin asintió comprendiendo. Dieciocho no soportaba la lascivia del viejo y cuando empezó a tomar la costumbre de salir, en traje de baño, a broncearse, llegó a un punto insostenible para ella. No se reprimió las primeras veces al soltarle un tortazo en la cara para evitar que las babas del vejestorio le cayeran encima, pero era complicado medir su fuerza y no matarlo, lanzándolo sólo varios cientos de metros de distancia, partiéndole algún hueso por el camino.
Entonces, como tampoco quería lastimarlo en deferencia a Krilin, había optado por darle un pequeño pellizo en el cuello cuando se ponía insoportable, sólo presionando la carótida, provocándole una siesta involuntaria al anciano para que la dejara relajarse sin tener que soportar sus hemorragias nasales.
No podía culparla, seguro que Kame Sennin disfrutaba de un sueño muy placentero cuando ella le atacaba. Y el anciano tampoco disponía de mucho margen para controlarse, no con semejante diosa bajada del Olimpo conviviendo con ellos. Hasta él tenía que desviar la vista que se le iba sola a ciertos puntos de su anatomía.
Y Dieciocho lo sabía. Una vez solucionada la problemática de mostrar libremente su piel en presencia del maestro, disfrutaba de lo lindo torturando a Krilin. Mientras hablaban, cuando notaba que los ojos de él viajaban lejos de los suyos a alguna parte menos decorosa, solía gastarle una broma para llamar su atención de nuevo y dejarlo en ridículo, sonriendo maliciosamente por sus sonrojos cuando se sabía descubierto.
Sin embargo, él ya sabía de qué iba su juego, y luchaba contra sí mismo para no apartar la vista de su delicado rostro, mirando algún objeto inanimado bromeando un poco con ella de paso, evitando la tentación. Como acababa de suceder.
Tener a Dieciocho de amiga a veces podía resultar insuficiente para el muchacho, como cuando quería hacer un minucioso repaso de su cuerpo sin cortapisas, un cuerpo tan escandalosamente perfecto que incluso era imposible que fuera artificial. Pero se conformaba de buen grado. Dieciocho era infinitamente mejor como amiga que no tenerla ni siquiera de esa manera. Quizá algún día se daría cuenta de que ya no tenía nada que hacer allí, que todo se había vuelto exageradamente aburrido o encontraría a alguien de quien verdaderamente se enamorara, alguien por quien no sólo sintiera mariposas revoloteando en el estómago, sino algo más profundo y potente que fuera capaz de sacudir su interior, justo el efecto que ella surtía en él. Ese día, ella se marcharía para no volver.
Por ello, no iba a frustrarse por su rechazo. No llegaría a autocompadecerse, no mientras ella estuviera allí para soltarle bromas constantemente y querer compartir casi cualquier actividad con él.
—Bueno, ¿qué? —la androide, que había cerrado los ojos para seguir tomando el sol, miró con fastidio a Krilin cuando le habló. Él puso los brazos en jarras, esperando que se levantara—. ¿Te vienes?