Mis piernas se balancearon, sentada en la camilla del centro, en lo que esperaba. Sentía mis dedos enterrándose en la almohadilla a mi lado, inquietos y queriendo encarar hacia mi boca, pero mis dientes habían encontrado cierta manía por morder el interior de mi mejilla. No me dolía, ni eso, ni mi estómago ni nada en mí. No había dolor.
Solo la constante sensación —y ya un conocimiento más concreto— que no podía ocultar.
Había salido del departamento con el mayor cuidado y silencio, las puntas de mis pies bailando por las tablas del piso para que no crujieran ni nada y la puerta fue sutil conmigo cuando decidió no chillar y cerrarse sin problema. Eran pasadas la medianoche, no había nadie en la calle para cuando salí, y por más que no habría problema de caminar por las calles de Costa Norte a esa hora, como otras veces había hecho, me escondí debajo de mi capucha por las dudas.
Con la radio en mi cadera, hice el llamado rápido, sólo pensando en una persona que podría ayudarme y darme respuestas. El Doc me daría teorías, una sanadora podría tener las respuestas.
Mi mamá era enfermera. La había visto llegar en todo tipo de estado a casa, desde contenta de haber salvado alguna vida, a destrozada por haber visto como una se iba. Algunas noches, en las cuales yo volvía de alguna fiesta y ella de trabajar, comíamos un snack nocturno en la cocina, ambas en silencio. Yo por no delatar mi pobre estado donde el alcohol podría hacer de las suyas y ella (seguramente ya habiéndome olido más el aliento que su propio café) no queriendo reprimirme después de un largo día de trabajo.
Curaba y alineaba chacras, salvaba vidas y nos mantenía como una familia siempre contenta. Si había algo que Lauren Reed no sabía hacer, era mantener sus manos quietas, sus conocimientos dentro. Y muchas veces, en gripes o descomposturas que sus hijas habían tolerado, repitió que sólo era un susto el ver si había sangre donde no antes estaba. Era ley número uno para ella.
Así que apenas vi lo que había devuelto, el tono principal siendo del color que sabía que no era bueno, llamé a Olivia para pedirle que nos encontráramos en el centro de caídos, ahora más una enfermería y guardería en el último tiempo por los pocos casos que habíamos encontrados. Los despertaba apenas podía, lo cual vaciaba el lugar y este terminaba recibiendo sólo casos ordinarios, naturales por así decir, y otros no tan ordinarios. No sabía si entraba en esa categoría aún.
Parte de mí, ya sabía que sí. Nada era ordinario en mí.
En el silencio del lugar, con solo mi presencia interrumpiendo tal paz, sentía que mi cabeza hacia tanto sonido como para que frunza los ojos. Pensamientos atropellándose entre sí, teorías terroríficas y espantosas carcomiendo la lógica de la situación, creando distintas razones las cuales podrían contestar por qué todo había empezado. El tener, claramente, la certeza de que todo en mí estaba conectado; mi pobre estado, la sangre saliendo de mí y el hematoma que hervía en mi pecho con potencia.
Probablemente, la razón por la cual escondía tal rareza, era porque parte de mí también sabía que no quería oír la contestación, sabía con qué vendría incluida más allá que preocupación. Vendría la ira, la exigencia por saber por qué la estaba ocultando; la frustración por no saber qué es y que me estaba haciendo. Y el temor por, una vez más, estar bajo el ojo de los demás como una bomba por estallar. Sólo que ahora solo me consumiría a mí.
Si tan solo volviera a esa escena nocturna con mi mamá en la cocina, ella sabiendo y no empujando. Si tan solo…
Olivia entró con tal rapidez que me hizo dar un respingo en la camilla. Obvié el hecho de que tenía una bata encima, suave y de color rosa, y seguramente con el pijama debajo de ella. Escondí mi risa, y cierta culpa, detrás de una suave tos.
—¿Te agarré muy ocupada?
Se acomodó la trenza que tenía hecha, sus mejillas coloradas.
—Casi durmiendo, para que mentirte. Drea se estaba encargando de los mellizos —soltó, acomodándose la bata. Dejó la radio de su bolsillo al lado y se cruzó de brazos, mi vista atenta en ella ante lo último—. Tranquila, no mencioné nada, dije que era un llamado de emergencia de alguien más.
—Te lo agradezco…
—Tú nunca llamas, no así. Y si lo haces, estoy segura de que es por una emergencia que no puedes solucionar y que quieres ocultar —señaló.
Ladeé la cabeza—: Soy bastante predecible, entonces.
—No —se rio sutilmente—. Bastante cabeza dura, diría yo.
Como si alguna vez no lo hubiese sido. Le sonreí, más para darle la razón que negarlo, y en el silencio que se formó, ella se animó a acercarse.
—¿Qué fue lo que pasó? Dada la hora de tu llamada y que estés sola acá sin alguien acompañándote —analizó mis alrededores, sus ojos curiosos pasando por el cuarto y después cayendo en mí. Después subió y bajo la mirada, pasando por cada una de mis extremidades—. ¿Acaso el Doc te envió o algo?
—No —solté más rápido de lo que debía y suspiré—. Él no me envió. Vine por mi cuenta porque necesito tu ayuda.
—¿Con…? —inclinó su cabeza, esperando que continuara.
—Tú viste el golpe en mi pecho, ¿no? ¿El que le mencionaste al Doc sin preguntarme a mí antes? —solté, atacándola un poco, y ella frunció su boca en una fina línea, atrapada y asintiendo para confirmar mis palabras. Tragué pesado, impidiendo que la palabra hematoma saliera de mí y le diera otra seriedad—. Bueno, dado el conocimiento del recuerdo que me he dado para ganarlo, creo tener unas secuelas internas…
Frunció su ceño, acercándose.
—Pero, si te revisé bien cuando estabas inconsciente. No encontré ningún desgarro o sangrado interno —dijo, empujándome sutilmente para acostarme en la camilla. Apenas estuve totalmente estirada en la superficie, ella posó sus manos sobre mí, sus dedos empezando a iluminarse hasta que toda su mano fue rodeada por una luz blanca, pura, cálida y curativa.