Tiempo actual.
No durmió en toda la noche o la madrugada, se quedó admirando el rostro dormido de Astrid, sabía que no estuvo bien no haberle aclarado que se conocían, y que ella simplemente no lo recordaba, era imposible que lo hiciera, ella estuvo obsesionada con su gemelo hacía doce años, para entonces tenían solo dieciséis años y él había cambiado tanto.
Cerró los ojos y dejó que las lágrimas recorrieran su rostro, se llevó un par de dedos a los ojos y lloró sobre esa cama pensando en lo mucho que aún extrañaba a Valerio y lo injusta que fue la vida llevándoselo tan joven, tenía tanto que ofrecer, era su amigo, su hermano, su gemelo, y sabía que su vida habría sido completamente diferente con él a su lado.
Le dolía recordarlo solo a veces, como en ese momento en el que se cuestionaba no haber hablado claro con Astrid, se veía tan hermosa y confiada como siempre, con la mirada triste y un dejo de cinismo en su actuar, pero la recordaba e imaginaba que así sería de mayor: desenfadada y atrevida.
Se limpió las lágrimas y sonrió resignado.
Su corazón se aceleró de nuevo al verla como cuando tenían dieciséis años, era inalcanzable entonces, no se atrevía ni mirarla a los ojos o dirigirle la palabra, ahora era diferente, era un adulto confiado, un hombre joven con experiencias.
Cuando estaba en la discoteca, de forma aleatoria giró la cabeza y vio la piel pálida y el cabello rojo de una mujer de rostro familiar, afinó su vista en medio de las luces del local y sonrió, al tiempo que su corazón se disparó: era ella: Astrid Cuéllar. Se levantó impulsado por deseo de verla más de cerca, esta vez ella alzó la cara y lo vio a los ojos, después no dejó de mirarlo.
Acarició sus cabellos, seguía dormida.
—Soy Romeo, Astrid. Debí decirlo. Romeo Valente.
La escuchó quejarse y moverse para acurrucarse más. Por fin la tuvo entre sus brazos, por fin había logrado besar sus labios y mezclar sus alientos. Pensó que sería como cualquier otra noche de pasión con una desconocida, pero no dejaba de pensar en el pasado, en que era ella.
Valerio tenía dieciséis años cuando murió, esa muerte los dejó destrozado a los dos, pero nunca más la volvió a ver, ella se habría quedado con la imagen de aquel muchacho de dieciséis años en su cabeza, y ellos eran tan diferentes, ya Romeo no era aquel chico tímido que mantenía la mirada gacha, ahora socializaba, ahora en un cardiólogo, ahora era un soltero deseado, era un hombre popular, como debía haber sido Valerio, como debió de ser él.
Astrid seguía siendo tan hermosa como la recordaba, ahora era una mujer imponente, sus rasgos adolescentes cambiaron y dieron paso a una mujer atractiva, imponente y elegante, sin embargo, notaba tristeza en sus ojos, un aura negra que la acechaba y se preguntaba qué había pasado con ella durante todos esos años.
Un año después de la muerte de Valerio, supo por sus padres que Astrid se había ido del país, que se fue a vivir a Europa, volver a verla era solo una posibilidad en sus sueños, no tenía su número, había cambiado de apellido, ya no debía ser Astrid Cuéllar, ignoraba su nuevo apellido; sin embargo, su rostro lucio igual.
Se levantó de la cama y comenzó a vestirse sin dejar de verla tendida sobre las sabanas, tampoco podía dejar de sonreír y suspirar, cuando era un chico la amaba, la adoraba como a una diosa, ella apenas le dirigía la palabra cuando era estrictamente necesario.
Se acercó a la cama y acarició su mejilla.
—Qué bonita eres, Astrid, pero que imprudente eres también, ¿qué tienes? ¿Qué te pasa? ¿Por qué estás triste?
Tomó un papel y un lápiz, escribió su número de teléfono, su correo y lo firmó con su nombre: Romeo Valente.
Lo puso dentro del pequeño bolso que ella llevaba, abotonó su camisa blanca y tomó su chaqueta. Se inclinó sobre ella y besó su frente.
—Descansa, Astrid, ojalá, me llames. Igual ya sé dónde estás.
No dejaba de preguntarse por qué no llegó a casa de sus padres, y se alojaba en un hotel tenía tiempo sin saber de ellos, así que asumió que se habían mudado, también se preguntaba desde cuando estaría en la ciudad.
«¿Qué haces aquí, preciosa?», se preguntó.
No quería irse, pero tampoco quería estar cuando ella despertara, lo sentía como una invasión a pesar de lo que habían hecho durante la noche y la madrugada. Sonrió feliz y salió del hotel con una sonrisa en los labios deseando que ella lo llamara pronto.
Al llegar a su casa se dio un baño sin dejar de sonreír y pensar en ella, no podía creer que después de tantos años se sintiera así por ella, era hermosa, para él era como una diosa intocable, por lo que se sentía en una nube, por lo que había pasado.
Era domingo, debía ir a la clínica, y evitaría ir a casa de sus padres, donde su papá le pediría por enésima vez ayudarlo a manejar el consorcio familiar, aunque deseaba ir para ver, si podía averiguar algo sobre Astrid y su familia.
No dejaba de mirar su teléfono, esperaba una llamada o un mensaje.
Puso en el buscador el nombre de ella con su antiguo apellido, así como el nombre de sus padres, abrió la boca y alzó las cejas al ver la noticia, comprendió por qué ella estaba en la ciudad: Arturo Cuéllar Ferro había muerto. No daban más detalles, había sido dos días antes, ella estaba allí por eso.