Obertura

ACHIRAS Y AGUAPANELA

 

Río Yuma Colombia, 19 de septiembre de 1999

Ahora él se encuentra sentado sobre la más grande de las raíces del árbol de caucho, la cual se aferra a una roca en la orilla del río. Su voz ha ido perdiendo potencia y suena como un grave murmullo susurrante que, de todos modos, acapara plenamente la atención de su inseparable oyente, quien se mantiene tan cerca como le es posible para poder descifrar cada fonema emitido por él.

El chirrido de las chicharras anuncia el anochecer… Las guacamayas y los pericos en las peñas inician su concierto y los mosquitos se dan un banquete sangriento en las piernas de aquella mujer.

Él cierra el libro y lo pone junto a los otros seis. Los animales se mueven; el dinamismo de su entorno contrasta con el aire estático y el bochorno del atardecer. Se siente pesado y pegajoso debido a la fina y molesta capa de sudor que cubre su piel y que se acumula en los pliegues de su cuello. Una lenta gota se escurre por su sien. El movimiento de los árboles en la distancia cautiva su atención: «¡Al fin, ahí viene!» Las hojas se sacuden, las ramas dejan caer sus frutos, un mango maduro estalla contra el suelo al otro lado del río, una brisa refrescante los acaricia.

Se están mirando fijamente. Ella se pone de pie y estira su mano. Él también lo hace. Ella cierra los ojos, inspira fuertemente y retiene el aire en sus pulmones, el ventarrón sacude las ondas de su claro cabello. Después de un profundo suspiro se dibuja en su rostro un gesto de satisfacción, acompañado de los hoyuelos que anuncian su encantadora sonrisa.

—El viento cambia todo lo que toca —pronuncia su primera frase después de horas de total atención.

Escuchar notas de voz tan altas lo estremece. Sediento, observa cómo los labios humectados de ella pronuncian esas hermosas palabras. Analiza brevemente su significado, sin soltar su mano derecha…

Entonces él también suspira y responde: —Tú eres viento y yo soy fuego. Soplas fuerte y me haces crecer.

Ella toma su otra mano y eleva la mirada. Sus pómulos se definen suavemente con el rubor del ocaso y sus párpados almendrados, sutilmente rasgados, acogen el iridiscente iris que contiene los siete colores del arco en el cielo.

—¡Te ves espléndida! —exclama él mientras memoriza cada detalle de su fino rostro.

La joven mujer lo mira fijamente: encuentra atractivas las bruscas facciones del pálido mulato. Sutilmente lame sus labios, frunce el ceño y se enfoca en el Universo de su interior. Descubre que hay algo de luz en la melancólica oscuridad de su mirada. ¡Una pupila contraída es el agujero negro central de la galaxia huésped en los ojos del fabricante de barcos de papel!

Él no puede soportar la perfección del momento. Su belleza es dolorosamente indescriptible y su personalidad abrumadoramente encantadora. ¡Mirar sus ojos es como observar directamente el sol! Cobardemente aparta la mirada, suelta sus delicadas manos y recoge uno de sus libros.

Interviene con torpeza, como si intentara remediar una situación incómoda: —¡Tengo la boca seca! Creo que he leído suficiente por hoy y estoy cansado; ya me estoy arrepintiendo de la asoleada del medio día. Me voy a echar cremita pal ardor, porque me duelen mucho los hombros.

—¡Uy, sí! Me imagino tu dolor… cada vez te pones más rojo. Pero no te preocupes, en el patio de la casa de mi tía hay una penca de sábila y, si quieres, te puedo echar un poquito. Pero ¡vamos rápido! ¡Los mosquitos me están comiendo viva! Te invito a una limonada, ¡te la ganaste! —responde y da dos rápidos pasos, impulsada por el vigor de su juventud.

—Es la mejor propuesta del día hasta el momento —afirma él mientras se pone la camiseta y empieza a levantar los libros del suelo.

La chica misteriosa sostiene tres de los tomos debajo de su brazo izquierdo y con su mano derecha agarra la muñeca de él mientras dirige la caminata por el bosque hacia el pueblo. Atraviesan un espeso laberinto vegetal que se nutre de las aguas del río Yuma. Frondosos árboles de mango y caucho oscurecen el sendero y la luz que traspasa las hojas dibuja en sus cuerpos un suave craquelado que evoca un mundo submarino. Ella lo lleva con maestría por rutas secretas y atajos, y un descomunal tronco de un caracolí derrumbado es el puente que los lleva a un pequeño claro en la loma. Desde allí pueden observar en la distancia el río que serpentea entre el valle de las cordilleras, y que refleja como un espejo los últimos rayos del rojizo sol que se acerca al horizonte.

La vigorosa caminata continúa. «¡Esta chica parece incansable!» piensa él, embelesado por el seductor movimiento de su cuerpo. La holgada camisa escotada marca con el movimiento su cintura, pero él no puede creer todavía la generosa proporción de sus caderas. Agradece ir detrás de ella e inevitablemente baja un poco su mirada: los cortos pantalones de jean deshilachados moldean exquisitamente dos firmes prominencias.




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