Estoy cansada.
Con los pies pesados por las largas horas de pie y el cuerpo exhausto, camino el pequeño trayecto de la entrada hasta mi cama y me dejo caer sobre ella.
Quiero ver la hora. A tientas busco mi chaqueta y saco mi celular. Entrecierro los ojos por la brillantez y miró los números que aparecen en la pantalla. Son las cinco de la mañana.
Maldita sea, demoré más de lo que tenía previsto.
Cierro los ojos. Si me duermo ahora, cabe la posibilidad de que a las nueve no me vea tan demacrada.
Maldita la hora en que acepté irme con ese cliente. Las propinas que me dejó a lo largo de la noche fueron buenas, tanto, que creí que podría vivir esta semana sin preocuparme. Mi perdición se presentó cuando al salir del trabajo, el sujeto me ofreció cien dólares más. No me detuve a pensar y acepté irme con él. Para mi desgracia, las facturas del hospital se están comenzando a arrumar sobre mi mesa y el dinero no me llueve del cielo.
La hora pasó sin darme cuenta. Gracias al infierno que el tipo cayó dormido nada más llegar.
Tomo mi celular una vez más y reviso los mensajes de voz en caso de que me hayan llamado del hospital, pero mi bandeja está vacía.
Suspiro con alivio y dejo que mis pensamientos se calmen. Relajo el cuerpo y suspiro.
Como cada noche pienso en qué momento comenzó a ir todo mal. ¿Fue cuando mamá enfermó? ¿O fue cuando me di cuenta de tenia que sacrificar mis estudios por no poder compatibilizarlos con un trabajo?
No lo sé y no me detengo a analizar la retrospectiva de mi vida. Creo que, en un lugar de mi ser, en un lugar muy profundo, siempre supe que terminaría de esta manera o peor. Después de todo, ¿Qué oportunidades se tiene cuando no hay dinero o familia que te respalde?
Inconscientemente me quito los zapatos y me tapo con las mantas sin molestarme en quitarme la ropa. Eso solo consumiría tiempo de mi precioso sueño. Llevo durmiendo como el culo cinco noches seguidas y sé que mi cuerpo no soportara una sexta.
Los lentes de contacto.
Mierda. Con pereza me siento en la cama y enciendo la lampara de mi velador. Quitarme las lentillas es algo que si o si debo hacer. No es como si tuviera muchos lentes para reponer o dinero para comprarlos. De mala gana rebusco en mi bolso y saco el estuche de mi maquillaje.
Tomo mi pequeño espejo y la caja de las lentillas. No le doy importancia a la suciedad de mis dedos y me quito las pequeñas cosas de color verde. Mis ojos agradecen el descanso.
—Ahora sí. No hay más interrupciones. —digo en voz alta para convencer a mi cuerpo y cerebro de que podemos descansar en paz.
Nuevamente, y sin ánimos de quitarme la ropa o deshacer mi peinado, me tapo y cierro los ojos. Cuento mis respiraciones y relajo mi cuerpo. No me toma mucho tiempo. Ya que el silencio me envuelve y no me doy cuenta cuando me quedo dormida.
Maldita alarma.
Si hay algo que odio con todo mi ser son las mañanas. Quiero decir, ¿Qué persona cuerda se levanta llena de energía por las mañanas? Desde luego esa persona no soy yo. Menos con una semana de mierda llena de pocas horas de sueño.
Me siento en la cama y mi estomago ruge. Un recordatorio de que no he comido nada desde ayer al mediodía. Ignoro el reciente agujero que crece en mi estómago y tomo mi celular para ver la hora. Son las siete y treinta. Tengo el tiempo suficiente para ducharme, comer algo y salir camino al hospital.
Sin ánimos de nada, me levanto de la cama y tomo mi toalla que esta sobre una silla. Acto seguido me encierro en el pequeño baño y hago correr la ducha mientras me quito la ropa de anoche. El vestido de una pieza ceñido a mis curvas es un poco difícil de sacar si lo haces sola, pero después de practicar durante mucho tiempo, es algo que puedo hacer con naturalidad. No llevo sujetador, así que solo me quito las bragas casi inexistentes y las tiro al suelo. Un escalofrío recorre mi cuerpo y me meto rápidamente a la ducha.
El agua tibia comienza a deslizarse por mi cuerpo. Dejo que me moje, que se lleve mi suciedad física y mental. Cierro los ojos y disfruto de la tranquilidad que me regala esta simple actividad. Mi corazón se acelera y como cada día de los últimos cuatro años, me trago las ganas de llorar.
Un día a la vez. Aun puedo seguir.
Trago saliva y me enjabono. Me detengo unos minutos más restregándome la piel, como si con eso pudiera quitarme la sensación de asco y auto odio. Me detengo cuando mi blanquecina piel se torna de un color rojizo que me advierte que si continuo, me lastimaré.
Me enjuago y abandono el confort. El vapor saje junto conmigo cuando vuelvo a mi pequeño cuarto. Frunzo el ceño al ver la pila de ropa que hay sobre el pequeño sillón de la esquina. Huelo algunas prendas para saber cuáles están usadas y cuales están limpias. Hago un intento por separarlas, pero me detengo cuando me doy cuenta de que me tomará tiempo.
Con el poco tiempo que tengo, me es difícil separar la ropa limpia de la sucia. Es asqueroso, pero juzgarme cuando hayas vivido mi vida.
Como es para ir al hospital, opto por ropa cómoda y que no destaque. Me coloco uno jogger deportivo de color plomo, una camiseta de color blanca y una sudadera con capucha del mismo color que los jogger.