Oculi

IV

                                                                                                                                                    12 de julio 1898
Querido Abraham:
  Llevo sin dormir dos días, parece maquillaje el delineado oscuro en mis ojos. Mis ojeras son sólo una pequeña parte, la hinchazón es lo peor, creo que hasta llega a doler.
  Claro que no fue algo voluntario, realmente no puedo dormir. Cuando cerré el trato por la madera a cambio de las monedas, establecimos una cantidad de días, y ya han pasado. ¿Qué relevancia tiene un número? Lo que tiene relevancia es que la madera no llega, aún no. Nos queda poca y no podemos alimentar la chimenea, el fuego mortecino se debilita cada vez más, y las temperaturas bajan. 
  La gélida nos rodea, el helamiento es sentido por todos los habitantes. No es sólo temblar en el albor, sino que son quemaduras, las palmas comienzan a dolerte y te imposibilita hacer mucho, por ejemplo, escribir. 
  Ayer escapé en carruaje, salté mis labores y me dediqué a recorrer Punta del Norte. Atravesé un montículo pedregoso, adyacente a la montaña arbolada, seguí por un sendero zigzagueante hasta alcanzar las viviendas. Compré con mis ahorros una estufa y, fuese o no correcto, arranqué de una pared resquebrajada dos tablones de madera, les di buen uso, puesto que al regresar, intensifiqué la chimenea y también dejé a mi lado la estufa, bastante costosa; en el crudo vendaval invernal eran obvios los aumentos.
  Hablé con Doris sobre lo que estoy pasando, se negó a darme explicaciones y me advirtió sobre la llegada de El Señor el día de mañana, pero no hay tiempo para dar tiempo. 
  
Me dirigí a una trampilla exterior, como encargado también de la limpieza, tengo acceso. Dentro de esa trampilla polvorienta y desconcertante en su hedor, hay algunas herramientas. La primordial fue la pala, el segundo puesto se lo llevó el serrucho. 
  Subidas las escaleras fui al pasillo luego de que Doris saliera a atender el jardín. El hogar emitió eco en la soledad, el ensordecedor grito perturbador de un alma en pena. Me detuve en la sala de los cuadros, a observar la lobreguez que transmitía el trazo sobre los tétricos huesos del bastón. Incrusté la pala en el rostro del hombre, pero no le atiné a nada. Sin embargo, la pintura decorativa cayó a mis pies y frente a mi delineado de tonalidades grisáceas, la imagen de un hueco en uno de los paneles me inquietó. No era uno pequeño, tenía similitud a una entrada hacia una cueva, hacia un foso camino al infierno.

  La enigmática figura de ese hombre en pintura ahora no estorbaba, y dejaba ver el espacioso vacío que dejaban los paneles luego de ser atravesados. Me adentré por el agujero, intentando (deseando) encontrarme con una ardilla muerta. Pero cuando rebasé la madera la negrura me apartó del descubrimiento. Oculté todo con pasos meticulosos, aunque lo mejor habría sido utilizar los tablones para ocultar la grieta de esa habitación, ¿Y si algo salía de ahí? Podría ocurrir, una excusa más para no dormir, para vigilar, eso es lo que debe hacerse. 
  Esperaré con las velas encendidas a que Ellos vengan a darme caza, entonces les daré fin. Dime, Abraham, ¿Puede morir algo que ya está muerto? 

  Nunca me has escrito, estás dejando que me pudra, y sabes que no puedo salir de aquí. ¿Seré yo el próximo atrapado entre paneles sudando con los muertos?  



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En el texto hay: seres sobrenaturales, monstruos, cartas

Editado: 09.10.2018

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