Daniel se miró en el espejo, analizando cada facción de su rostro. Ya no era un niño, no tenía quince años, tenía veintitrés y aparentaba su edad, en especial, contra el o’gan fuera de esa habitación. Talló su cara, solo un poco, notando la forma en que él era en verdad. Un simple humano que envejecería nada más. Suspiró, sacando el cepillo dental. Colocó un poco de pasta, empezando esa simple acción. Su anillo de bodas estaba descansando en el lavamanos, brillando en color plateado.
Cepilló sus dientes, pensando en cómo le haría después que terminara sus estudios de nivel superior. Debía hacer varias cosas, incluso, desaparecer de la Tierra si así se le permitía. Enjuagó su boca una vez terminada la acción, poniéndose el anillo después de varias cosas. Una última mirada hacia el espejo le permitió varias cosas, sintiéndose lleno de ironías en la vida.
Terminó de secar su cabello castaño una vez fuera, observando al pelinegro. Él aún no se había dado el baño que tanto necesitaba, al menos, así expresado después de estar rato en la cama. Lo notó, sin camisa y con un pantalón ceñido a su cintura. Escribía a una velocidad demasiado rápida, en especial, con su mano derecha, entrando en diversos comandos para resolver algunas cuestiones de su mismo trabajo sin la necesidad de destapar su nuca. Eso saltaría muchísimo en su mundo si él llegara a ir, sin embargo, no lo haría, no podía. Lo pasó por alto, ignorándolo por completo para no tentarse o sentirse mal.
Porque Jezel no era común. En el área de su hombro derecho sí estaba lisa, pero carecía de las normales pecas que llenaban su cuerpo orgánico. Solo eso existía de buena manera, lo demás, era una intricada cicatriz que empezaba con una grande desde la nuca hasta donde el pantalón le permitía ver. Incluso la espalda era algo más, con cicatrices de diversos tamaños, dejando ver una espalda destruida.
Miró todas sus cosas en la habitación de ambos. Pasó saliva, admirando varias cosas. Todas sus chucherías que estaban sin algún orden. Movió la cabeza, pensando en que él mismo era un desordenado contra la pulcritud de su esposo. Algo que todavía le costaba aceptar, no por serle raro, sino por el cambio de la palabra novios a lo que eran.
Quitó varias cosas de allí, desperdigándolas sobre su cama para admirarlas. Necesitaba saber qué iba a tirar y qué sí iba a usar, sin comprar nada más. Tiró al suelo varias cosas, quedándose con unas pocas antes de sentir un recuerdo tremendo. Porque con tantas cosas, Jezel no tiraba nada de lo que él tenía, en cambio, sí trataba de mantener un orden. Allí donde las cosas del humano estuvieran parecía que no existía tanto espacio. El departamento era grande, habiendo comprado más de uno de los dos terrenos el pelinegro larguísimos años en el pasado.
Aquel o’gan se apartó de la consola, acercándose a su persona. Entre sus manos había un bote, levantando todas las cosas del suelo y metiéndola allí sin mencionar una sola palabra. El castaño evitó mirarlo, porque se tentaba con su solo torso, acordándose de una tabla de chocolate y sí, tuvo deseos de lamerla cuanto tenía diecisiete.
Por el rabillo del ojo notó su rostro. También una maraña que él mismo intentaba esconder. Con el pelo escondía la cicatriz de su ceja derecha, en cambio, el de su mejilla izquierda era imposible, porque parecía una sonrisa malhecha con su misma carne. Notó pequeñas cicatrices bajando desde su mentón hasta su garganta, donde se detenían.
Él tuvo la oportunidad, en repetidas ocasiones, de explorar ese cuerpo. Y sabía que en el área de las piernas no existía ni una sola imperfección. Ni las pecas que existían en su rostro y torso, ni una sola cicatriz, quizás, donde la piel falsa se unía con la real. Porque eso le pertenecía al gobierno. Jezel era delgado y con la musculatura apropiada, sin llegar a parecerse a ningún hombre de las películas que él veía en la Tierra. No podía obtener más masa, porque se alimentaba de manera extraña a comparación del resto de los mortales, porque su elección era ser vegetariano.
—¿Sabes que yo lo haría si me hicieras una lista con lo que quieres quedarte? —preguntó el o’gan, pasando sus manos por su cintura, atrayéndolo en un abrazo. Olía a sudor y madera, algo raro que Jezel poseyera aquel aroma, siendo imposible que los árboles crecieran en O’im.
—Lo sé, Jezel, pero prefiero hacerlo yo, son mis cosas que vinieron a invadir tu departamento —dijo él, apartándose del o’gan. No iba a tener tentaciones con él, no después de haberlo hecho esa misma tarde en cuanto llegó. Le regaló una sonrisa, mirándolo a sus ojos negros. La única razón para que nadie deseara estar cerca de él, porque esos ojos significaban la muerte en ese planeta.
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Editado: 27.07.2018