Ojo por Ojo

Cuento I: Apuesta a la estación




Cerré la puerta atrás de mí. Miré hacia el cielo y la luna me miraba. Sentía su resplandor en mi cara. Entonces un conjunto de nubes la cubrió, y una lágrima rodó por mi mejilla. 
¿Estaba seguro de lo que hacía? Yo mismo no sabía la respuesta, pero estaba resuelto a averiguarla. No tenía opción. La noche era negra como el azabache más puro y los pocos faroles de la calle alumbraban débilmente apenas unos metros de radio alrededor de sus centros. 
Miré mi reloj y este brilló ante la luz de la luna, nuevamente visible. Eran las 10:30. Aún tenía tiempo. El tren no partía hasta las once y la estación no estaba lejos de casa. Solo tendría que caminar unas cuantas cuadras, subir al vagón y estaría a salvo. Finalmente a salvo. 
Pero, ¿había trabajado tanto para nada? ¿Para dejarlo todo sin más y empezar de nuevo? 
No. 
No, pero eso no importaba entonces. Tal vez nada importaba. 
Pero, Sandra, ella sí importaba. Y aún así la había dejado atrás. Dormía apaciblemente en nuestra cama mientras yo me preparaba -y estaba listo-para dejarla para siempre. Ella me amaba y yo la abandonaría. 
 

Cerré mis ojos y apreté mis puños impulsivamente, tratando de extinguir ese pensamiento, pues, al final de la cuenta, era mejor, ¿no? No la estaba abandonando. La estaba manteniendo al margen de este asunto. La estaba protegiendo. Y aunque ella despertara por la mañana y se volviera loca al no encontrarme a su lado y, sobre todo, al leer la carta de despedida que le había dejado, nada me reconfortaba más que saber que aunque desolada por mi repentina partida, estaría viva. Cosa que, de seguir escapando de una ciudad a otra conmigo, tal vez no conseguiría. 
Sacudí mi cabeza con la esperanza de quitar a Sandra de ella. No lo logré. Y a pesar de lo infructuoso del primer intento, traté una vez más y tampoco funcionó. Sandra seguía ahí, eclipsando cada idea que cruzaba por mi mente, y sabia que no se iría, ni mañana, ni el día después de mañana ni el día después de aquel, ni en un mes o un año. Sabía que el recuerdo de Sandra no me dejaría sino hasta el último segundo de mi vida -y tal vez ni siquiera entonces.  
Aquello me puso más triste. 
No había expresión alguna en mi cara, pero sentía las mejillas húmedas. Sequé mis lágrimas con el antebrazo del saco y miré mi reloj, que ahora sentía que me apretaba la muñeca. Eran las 10:41 y aún me encontraba en el porche de la casa. 
Decidí que era hora de moverme y eché a caminar por el pasaje que llevaba hacia la calle. A mis costados pude observar que las flores de nuestro jardín estaban más hermosas que nunca. Los linos, las azucenas, las rosas rojas y blancas y sobre todo las orquídeas brillaban ante mis ojos bajo la luz del astro de la noche como no lo habían hecho desde la primera vez que florecieron, quizá porque era la última ocasión en que las veía. 
Revoloteé mis bolsillos en busca la llave de la cerca que separaba la casa de la calle y solté una maldición cuando se me ocurrió que no la había sacado. La idea se disipó tan pronto como mis dedos tocaron el artefacto de metal. 
De pronto sentí que no debía salir, que debía -o tenía- que volver sobre mis pasos, entrar a casa, subir las escaleras hacia la segunda planta, ingresar a la habitación que Sandra y yo compartíamos, acostarme a su lado y abrazar su cálido cuerpo dormido hasta que yo mismo me durmiera, hasta la mañana siguiente o hasta el mismo fin del mundo. Sin embargo, sabía que no podía volver, así que lo único que hice fue dirigir mis ojos por última vez hacia la ventana de nuestra habitación, abrir la portezuela de la cerca y salir. 

II 

Apresuraba mis pasos lo más que podía. Pero no corría, pues la acera estaba mojada. Había llovido hasta hace no más de una hora y que hubiera cesado era un milagro, ya que últimamente el tic-tac de las gotas contra el suelo nos acompañaban toda la noche. Miré mi reloj al pasar bajo un farol y las 10:45 me hicieron dar un salto de susto. Tenía que acelerar o el tren me dejaría. 
Alargué mis pasos tanto como el cuerpo me lo permitió mientras miraba a los lados. Seguro de que sorprendería a alguien siguiéndome, acechandome desde la oscuridad de la noche, esperando el momento oportuno para meterme una bala en la cabeza. 
Afortunadamente, no había nadie. 
10:46. Aún faltaban catorce minutos para la partida del tren, la estación se encontraba a no más de quinientos metros y solo tenía que caminar en línea recta por la avenida para llegar hacia ella, pero a pesar de todos esos puntos a mi favor, decidí que mientras más rápido llegara sería mejor y, sobre todo, más seguro. Revisé los bolsillos del saco que llevaba puesto- “me lo regaló Sandra en mi cumpleaños”, recordé- en busca del pasaje que me llevaría lejos de aquella ciudad y del amor de mi vida, pero también me libraría de todos los problemas en los quqe me había metido y ,agradeciendo al cielo y a la luna que encima de mí brillaba, confirmé que lo tenía. 
 

Lo único que me faltaba era llegar a la estación, y pensar en eso me ponía más nervioso de lo que ya estaba, así que sacudiendo la cabeza traté de deshacer el pensamiento y dejar mi mente en blanco. 
No lo logré. 
Empecé a mirar hacia los lados con más frecuencia y cuando creí ver a alguien observándome desde los arbustos del jardín de una casa me detuve repentinamente. Reanudé la marcha cuando noté que era solo un gato. Aquello me sacó una sonrisa nerviosa. 
Si no llegaba pronto la atención, la ansiedad me mataría. 
"No debí haberme metido en esto", pensé. Sandra me lo había advertido, pero yo nunca le había escuchado. El mismo problema de los hombres a través de la historia: no escuchar a sus mujeres. 
Reí mientras trotaba. 
Apostar siempre había sido parte de mi rutina, y a pesar de lo que todos dijeran de mí, yo sabía que tenía controlada mi afición. Sandra. Ella me decía que lo dejara y yo prometía que así sería, pero cada semana que pasaba un evento nuevo se anunciaba y la posibilidad de agrandar mi tesoro personal inquietaba mis sentidos un poco más que la semana anterior. "Solo una vez más", le decía. Lo tenía controlado. Sabía que así era. 
Mi reloj marcaba las 10:50. Me puse a observarlo mientras trotaba a la estación. Tony Martínez me lo había entregado cuando si caballo no ganó el Derby nacional. Aún recuerdo cuanto había perdido en esa carrera, no solo conmigo, sino con media docena más de jugadores. Había apostado todo lo que le quedaba y luego de eso se quedó prácticamente en la calle. Tenía un niño, Henry. Eventualmente lo mandó a vivir con su madre pues los prestamistas se quedaron con su casa. Pero a mí eso no me preocupaba, ya que mi problema no era perder, al contrario, mi problema era que ganaba. Ganaba demasiado. Cada apuesta que hacía significaba tanto dinero entrante para mí como disgusto y malestar para los demás jugadores. Cada resultado favorable -y eran muchos- acarreaba con las ganacias rumores de los corredores y la atención de prestamistas cada vez más grandes y gordos. Aquello lo sabía, y a pesar de los consejos de Sandra y su creciente preocupación, yo sentía que lo tenía todo controlado. Y sabía que así era. Hasta que las ansias por llevarme el triunfo en cada apuesta se convirtieron en ansias por ver de nuevo las caras de impotencia y los ojos llameantes de los perdedores al entregarme mi dinero. 
Lo disfrutaba. Lo disfrutaba mucho. 
Entonces se empezó a hablar de mí: 
"Tiene todo arreglado", decía Tony Martínez del Club América, donde se corrían las apuestas por el derby. 
"El marica compra las peleas", murmuraba Lionel Vega del bar Carson, donde se apostaban los principales eventos del distrito. 
 



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En el texto hay: misterio, venganza, crimen y suspenso

Editado: 28.05.2020

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