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Luego de almorzar algo a prisa, Gerardo se dirigió a la parroquia. Se suponía que él debía estar ahí para las 1:30 PM, pero ya iban a dar las 2:30 PM. Quizás Olivia seguía demasiado enojada como para ponerlo sobre aviso con la hora para que él no llegase tarde.
«¿Y ahora cómo le voy a explicar a Sebastián por qué llegué tarde», pensó.
Frente al primer escalón de piedra, Gerardo pensó en varias posibles excusas, pero trás recordar a su madre las descartó a todas en un momento. No tenía sentido mentir cuando seguramente ella ya había llamado al padre Sebastián y también lo habría puesto al tanto de todo con lujo de detalles.
—Te esperaba más temprano —dijo el padre Sebastián sin mirarlo cuando se encontraba ordenando papeles en el altar.
Ni siquiera fue necesario anunciarse para Gerardo, al abrir la puerta, el padre Sebastián ya daba por sentado que se trataba de él.
—Sí, perdón —pidió Gerardo con su cabeza gacha, avergonzado.
El padre Sebastián detuvo su hacer y se quedó mirando al chico, pero ya no insistió en hacerlo sentir mal.
—Hay que dejar bien limpio todo para la misa del domingo y también necesito que revises cómo estamos de provisiones, pero eso hacelo más tarde —Se limitó a decir.
—Ya mismo.
Gerardo pasó casi corriendo a un lado del padre Sebastián para entrar por la puerta detrás del altar y dirigirse a la cocina en busca de lo necesario para la limpieza. El padre Sebastián lo miró sin decir palabra y luego volvió a lo suyo. Por alguna razón él estaba sacando cuentas con tickets bancarios y una calculadora.
—Es un buen chico, un poco atolondrado, pero a su edad, ¿qué más se puede esperar? —murmuró el padre Sebastián hablándole a la nada para después volver a perderse en sus cálculos.
En la cocina Gerardo se encontró con Inés, sentada a la mesa en la esquina contraria a la puerta, ella bebía un té. Al verlo entrar ella le sonrió y lo llamó con los brazos extendidos para darle un beso y un abrazo. Luego de tan cariñoso saludo, ella señaló con sus ojos y el movimiento de su cabeza en dirección a la parroquia delante antes de volver a mirarlo, preguntando a su manera qué había sucedido con el padre. Si quizás él lo había reprendido por su retraso.
—No, todo bien, Inecita. Seguramente ya sabe todo, pero no me dijo nada de eso, según él no más quiere que limpie —explicó Gerardo, pero también aprovechó para salir de dudas—. ¿Tengo razón, lo llamó mi mamá?
Inés asintió y ante la tristeza que vio en los ojos del muchacho, la monja le agarró el mentón para hacerlo sostener la mirada. Acto seguido volvió a sonreírle. “Está todo bien, no te sientas mal”, entendió Gerardo por lo que él le asintió de vuelta y luego se apuró a buscar las cosas de la limpieza.
»Mejor lo hago ya o se puede poner pesado y no queremos eso.
Inés imitó con su dedo índice el gesto que cierto personaje que vivía en un barril hacía para afirmar algo. Desde su juventud, cuando sintió encontrar su propósito de vida, ella logró dejar el resentimiento por carecer de una voz; asumió que ese era el precio que la vida le exigía para dejarla seguir con su viaje de absoluta fe, de incuestionable entrega y por lo tanto la monja había entendido un par de cosas que hacían su estancia en esta tierra mucho más placentera. Entre ellas y tal vez como la más importante se encontraba jamás rizar el rizo. Era así que su programa favorito se había vuelto aquella inocente, ocurrente y genial parodia de la niñez.
»¿Ya comiste? —preguntó Gerardo al ver que ella tenía solo una taza de té en la mesa—. Te puedo preparar algo rápido si querés —insistió.
Inés negó con su cabeza inmediatamente y llevándose la mano al abdomen, lo frotó para acompañar la acción de un gesto de dolor en su rostro.
»Ah, estás mal de la panza... —Gerardo la vio darle la razón con el movimiento de su cabeza—. Bueno, entonces será en otro momento —bromeó.
—¡Gerardo! —llamó el padre Sebastián perdiendo la paciencia.
—¡Voy! —respondió el muchacho apurado por agarrar todo lo necesario y salir de la cocina.
Otra vez sola, Inés suspiró y continuó bebiendo su té. Ya nada podía perturbar su paz. No desde que noches anteriores su difunta madre se le había estado apareciendo en sueños. Un suceso que por ningún medio posible ella quiso compartir con los demás. Si su corazonada era cierta, Beatriz no hacía más que venir a buscarla. Inés no sabía cuándo sería, pero tenía el presentimiento de que su partida estaba muy cercana. Algo que para ella no significaba contrariedad alguna. Era un hecho que al revisar en el pasado de su existencia se sentía feliz de quién ella había sido. Todo lo hecho y dado por sus manos fue otorgado desde el más sincero amor por sus semejantes y eso le estaba provocando una constante calidez placentera en el pecho. Ella se sentía más que satisfecha y no podía hacer nada distinto a creer que la hora era la correcta. Él, en su infinita sabiduría había decidido que era el momento para llamarla a su lado, justo donde ella no dudaba de que habitaban todos los seres queridos que se le habían adelantado y donde también entrarían los que la seguirían más tarde.
«No hay arrepentimiento posible cuando se vivió bajo el profundo convencimiento de la fe», pensó mientras continuaba en absoluta paz con el consumo de su infusión.
—Pasale bien el lustra muebles a los bancos y después dale con el piso y los santos del altar —pidió el padre Sebastián cuando juntaba los tickets, la calculadora y guardaba todo dentro de un bolso rectangular, del tamaño de un libro y de color marrón, imitación de cuero—. Yo tengo que salir un rato —finalizó caminando rumbo a la puerta con el bolso bajo el brazo derecho y con su mano izquierda sujetando el objeto.
Gerardo solo asintió cuando se disponía a empezar a limpiar el primer banco. Si bien la parroquia no era muy grande, él sabía que tenía entre 2 y 3 horas de trabajo por delante. Allí había 7 bancos de madera a cada lado del pasillo, el piso era de cerámica color crema, el altar de los santos no era más que una mesa con una madera que ocupaba un cuarto del ancho como escalón donde estaban dispuestas encima las pequeñas estatuas de yeso de Jesús crucificado, la virgen María y demás, por debajo estaban las dos filas de velas blancas y todo se encontraba a la derecha del púlpito donde el padre Sebastián disfrutaba explayarse en sus enseñanzas bíblicas un tanto cuestionables para ávidos lectores de la palabra sagrada. Lo cierto era que Sebastián acusaba mala memoria y por eso elegía pasajes al azar del nuevo testamento y con los cuales construía su misa de los domingos. Él tenía claro que nadie se iba a atrever a cuestionar su profesionalismo, algo que en los dos años que llevaba ahí le daba la razón ya que nunca había sucedido tal cosa. De ahí en más, solo se hacía más evidente la carencia y humildad del barrio. La parroquia estaba construida en madera, con ventanas simples también de madera en las paredes laterales, sin vitrales ni la menor ostentosidad, la puerta principal era de 2 hojas y 2 metros de altura. Aún así, todavía con esa absoluta carencia económica, la concurrencia siempre era tan generosa como le resultaba posible y por eso nunca se iban sin dejar su contribución en el cepillo que Sebastián ponía frente al púlpito, justo donde él podía ver y controlar cada movimiento.