La señora de Gardiner hizo a Isabel la advertencia susodicha, puntual y bondadosamente, en la primera ocasión favorable para hablarle a solas. Tras de exponerle con calma su pensamiento, le dijo así:
—Eres, Isabel, muchacha sobrado razonable para enamorarte sólo por haber sido advertida en contra, y por eso no temo hablarte sin rodeos. Dígote en serio que quería verte en guardia. No te enredes o trates de enredarte en un afecto a que puede hacer tan imprudente la carencia de fortuna. Nada tengo que decirte contra él; es joven muy interesante, y si poseyera la posición que debiera poseer, juzgaría que no lo podrías hacer mejor. Pero tal como es, debes huir de que tu imaginación te arrebate. Estás dotada de buen sentido y todos esperamos que lo emplees. Segura estoy de que tu padre confía en tu firmeza y buena conducta. No debes darle un chasco.
—Querida tía, eso va siendo serio de veras.
—Sí, y supongo que te hará seria a ti también.
—Bien; pues no tienes que alarmarte. Cuidaré de mí misma y de Wickham. No se enamorará de mí si puedo impedirlo.
—Isabel, no hablas en serio ahora.
—Dispensa, trataré de expresarme con seriedad. Por ahora no estoy enamorada de Wickham; es bien seguro que no lo estoy. Pero él es, sin comparación, el hombre más agradable que he visto, y, por si en realidad se aficionase a mí, creo que sería mejor que no lo fuera tanto. Conozco lo imprudente de una cosa así. ¡Oh qué abominable es el señor Darcy! La opinión que mi padre tiene de mí me honra mucho, y sería injusto que no correspondiese a la misma. Mi padre, no obstante, es partidario de Wickham. En resolución, tía querida, mucho sentiría hacer desgraciado a alguien; mas desde que vemos a diario que donde hay afecto los jóvenes de ambos sexos raramente se contienen por falta de fortuna, ¿cómo puedo prometer ser más cuerda que tantas de mis iguales si me viese tentada? O ¿cómo habré de comprender que sería más prudente resistir? Cuanto puedo prometerte, por consiguiente, es no atropellarme. No me juzgaré con precipitación su anhelo; cuando esté en su compañía, no lo desearé. En suma, obraré lo mejor que pueda.
—Acaso eso surtiría efecto si le quitases los ánimos para venir a casa tan a menudo. Por lo menos, debemos hacer presente a tu madre que no le invite.
—Como hice el otro día—exclamó Isabel con significativa sonrisa—. Cierto que sería oportuno poner moderación en eso. Pero no creas que él está siempre con tanta frecuencia aquí. Es por consideración a ti por lo que ha sido invitado tantas veces esta semana. Ya conoces las ideas de mi madre sobre la necesidad de constante compañía para sus amigas. Pero de veras y por mi honor que trataré de proceder como crea más cuerdo, y espero que ahora quedarás contenta.
Su tía le aseguró que lo estaba, y tras darle Isabel las gracias por su bondadosa advertencia se marcharon, habiéndose ofrecido un admirable ejemplo de amonestación sobre tan delicado punto sin dar lugar a resentimiento.
Collins volvió al condado poco después de haberlo abandonado los Gardiner y Juana; pero como residió con los de Lucas, su llegada no molestó a la señora de Bennet. Aproximábase ya su casamiento, y aquélla se encontraba al fin tan resignada, que lo miraba como inevitable, y aun repetía, de mal talante, que deseaba a los novios felicidad. El jueves iba a ser la boda, y el miércoles hizo la señorita de Lucas su visita de despedida; y cuando se levantó para separarse, Isabel, avergonzada de lo poco finos y forzados cumplidos de su madre, y además sinceramente afectada de por sí, la acompañó fuera de la estancia, y al bajar juntas la escalera Carlota dijo:
—Espero saber de ti a menudo, Isabel.
—Lo sabrás, ciertamente.
—Y aun tengo que suplicarte otro favor. ¿Vendrás a verme?
—Espero que nos veremos a menudo en este condado.
—No es fácil que pueda dejar Kent en bastante tiempo. Prométeme, por consiguiente, venir a Hunsford.
Isabel no pudo rehusar la invitación, aun entreviendo escaso agrado en la visita.
—Mi padre y María vendrán a verme en mayo—añadió Carlota—, y espero que consientas en ser de la partida. En verdad, Isabel, serás tan bien recibida como cualquiera de aquéllos.
La boda se celebró; la novia y el novio marcharon a Kent desde la puerta de la iglesia, y todos tuvieron, como de costumbre, algo que hablar sobre el asunto. Isabel supo pronto de su amiga, y su correspondencia fué tan regular y frecuente como siempre había sido. El que fuese tan franca era imposible. Isabel no podía dirigírsele sin notar que todo el agrado de la confianza había desaparecido, y aun determinando no cesar de escribir, lo hacían en atención a lo que su amistad había sido, no a lo que era. Las primeras cartas de Carlota se abrieron con gran ansiedad. No podía menos de ser curioso saber cómo hablaba de su nuevo hogar, cómo pintaba a lady Catalina, cuánta felicidad se atribuía; pero al leer esas primeras cartas observó Isabel que Carlota se expresaba exactamente como ella había previsto. Escribía alegre, pareciendo estar rodeada de comodidades, sin mencionar nada, sin alabanzas. La casa, el ajuar, la vecindad y los caminos, todo era de su gusto, y la conducta de lady Catalina lo más amigable y atenta. Era la misma pintura de Hunsford y Rosings dada por Collins, aunque templada con cierto discernimiento, e Isa
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bel comprendió que debía aguardar a su visita allá para conocer lo demás.