Un gemido de dolor la enmudece, al atraparla entre sus brazos y ajustarse contra ella, le causó un estremecimiento que se propagó a su propio cuerpo. Le quita la blusa destapando los moretones.
–¡Mamá ¿Qué te han hecho?! Por Dios santo.
Katty voltea, se escuda contra el pecho de su hija, estalla en llanto valientemente. Lucy la abriga, pasmada, sin reponerse por lo que había visto. Su madre de pronto ve rendidas sus fuerzas, se deja caer, débil, agobiada. La chica la sostiene por sus brazos, la sienta en la misma silla que ocupara. Su rostro se ensombrece, sus ojos irrigados de odio, se siente de súbito poseída por una furia sin par. Ya no es ella, deja que fluya por sus venas un caudal incontenible de cólera; no desea refrenar sus surgentes ansias de venganza.
–¿Dónde está? –le pregunta entre dientes –. Mamá, dime donde está...
–No hija, no te metas –le suplica Katty aferrándose a su brazo.
–¿Cómo me dices que no me meta? ¡Mira lo que te ha hecho! ¡Voy a matarlo! ¡Esta vez no lo voy a perdonar!
–No, por favor, no lo hagas –la madre le suplica aterrorizada –. Quédate conmigo. No empeores las cosas.
–Mamá, no puedes pasar por esto. Si tú no haces nada para ponerlo en su lugar, entonces yo lo haré.
Pero la pobre mujer está tan devastada, tan indefensa, no puede Lucy dejarla sola en tan terrible situación. La rodea con sus brazos de nuevo, la deja desahogarse a gusto. El dolor de Katty se vuelve combustible que nutre el incendio que la consume, que la devora, haciendo presión por reventar. Pero se contiene, con la punta de los dedos alcanza a sujetar los últimos hilos de su cordura desentramada. Pero se controla, el dolor de su madre es ahora más importante, con ella soportar el martirio que sola no podría resistir.
Escucha pasos tras la puerta. Cuando su padrastro aparece, fresco e insensible, incluso sonriente, los últimos gatillos en Lucy se detonaron. Tomó el palote sobre la mesada, lo primero que encontró en su camino, y se abalanzó contra el infeliz soltando un alarido demencial. Certera, sin dejarle reaccionar, lo tuvo a entera medida y no se contuvo. Lo vapuleó sin ninguna consideración; los gritos del desgraciado atizaban su sentencia, su arma le encontraba con atroz descarga. En vano trataba de rescatarse, tomado por sorpresa no atinó a defenderse y no le tuvo compasión. Lo atacó con todas sus fuerzas, todos los recuerdos se hicieron presentes para cobrar por lo que les correspondía.
–Te advertí una vez –murmura la justiciera –lo que te pasaría si volvías a golpear a mi madre. Ahora vas a tener la suma de todas las cuentas, hijo de puta.
–¡Lucy, ya basta! Déjalo, ya no lo golpees.
La voz quebrada de Katty frena ese último ataque censurando su arma por encima de su cabeza, de devuelve el juicio en el instante preciso antes del error. Algo en el interior de la chica la ajustó a la cordura opacada por la ira, cedió en su barbarie y le permitió a su enemigo reponerse, reunir sus partes para comprenderse maltrecho.
–Lárgate de aquí maldito o no responderé de mí. Te mataré, lo juro.
–Tú estás loca –vociferó el infeliz violentado –. Ambas lo están. ¡Son un par de desquiciadas!
–¡Lárgate! No quiero volver a verte cerca de mi madre. ¡Vete de aquí y no regreses o lo lamentarás!
–Váyanse al diablo...
Se abalanzó contra la puerta entre tropiezos, luchando por mover su cuerpo descalabrado, despavorido sujetándose a las paredes para mantener la verticalidad. Lo oyó tomar las llaves del auto y a poco ponerlo en marcha y desaparecer con enloquecida premura. Lucy se volvió hacia su madre; Katty la miraba desencajada, estupefacta.
–¿Lo ves mamá? Las lágrimas no sirven de nada contra los malditos. Si quieres sacarles la maña, esta es la forma. Hice lo que tú debiste hacer la primera vez que te golpeó. Celebra conmigo, madre. No volverá a hacerte daño, es una promesa.
Las ansias de reencontrarse se vieron silenciadas con la llegada del lunes cuando la rueda cayó en la huella de la rutina, después de rodar por difíciles trayectos, cada uno sacudido por las mareas de sus vidas, el camino les condujo invariablemente a los pasillos del Illíchidan. Soportaron un ayer espinoso, mas ni uno ni otro aceptaron caer en la desesperación de un llamado, de encontrar la voz del otro, de un modo tan lejano pero capaz de sentirse tan cercano, como una invocación, suficiente para calmar aquella nueva noción de soledad, esa estrella especial en el cielo que en su ausencia crea ese melancólico vacío que las infinitas demás no pueden saciar. El regreso a las maquinaciones caprichosas del común diario, una misma película repetida por años, se tornó de una nueva motivación, una poderosa razón, y solo el nombre del otro, un imán de pasión férrea, cabía en el título de su descubierta inspiración. Vacíos rostros pasaban frente a ambos, monigotes sin alma, la mirada los atravesaba así fueran de cristal, antojados por encontrarse en medio del caos. No descubrirse al cabo de la paciencia se volvió desesperanza, un deseo de gritar entre tanta gente, tan fuerte para que la búsqueda recorra cada rincón del enorme complejo. El tiempo ubicó cada alumno en su debido lugar, reces convocadas a sus respectivos corrales, obedientes esclavos de sus responsabilidades y anhelos, los pasillos y galerías fueron quedando solas, mudas, aburridas. Temió Darion haberse cumplido la amenaza, la de no volver a verla; tragó saliva espesa, un vacuo sentimiento de tarde lluviosa, una completa desazón. Entonces la descubrió cruzando la gran arcada, un alivio se esparció por su todo, la redención, la felicidad de un ser salvado. Los profundos ojos de Lucy brillaron como dos lagos cristalinos reflejando el sol, su belleza conocida palideció ante esta nueva acepción, para Darion una diosa encarnada y acercándose a él toda su esencia se hincó ante su magnificencia. Lucy lo abrazó, inútil cualquier palabra, le asaltó la boca concretando aquel beso impedido.
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Editado: 06.08.2019